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Opinión: "Borrar a las organizaciones comunitarias del mapa del poder: otro legado de la dictadura"

[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Female" buttontext="Escucha la nota"] Francisco Letelier Troncoso, director de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica del Maule. (Publicada originalmente por El Mostrador) Durante la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet (1973-1990), muchos dirigentes y dirigentas comunitarias fueron reprimidas y las juntas de vecinos intervenidas (Espinoza, 2003). En 1974 se dictó el Decreto Supremo 349, que entregó la facultad a los gobernadores de departamentos de remover y designar a sus dirigentes. La represión aguda y prolongada, las medidas de reubicación forzada de población y la introducción de políticas de vivienda centradas en el subsidio individual, propiciaron la erosión de relaciones de vecindad (Silva, 2012, p. 103; Valdés, 1983, pp. 47–48), y debilitaron la organización y acción política vecinal. Al mismo tiempo, la intervención de las juntas de vecinos y su transformación en vehículos de clientelismo produjeron distanciamiento y desconfianza entre estas organizaciones y el tejido comunitario que intentó resistir. Dicha distancia y desconfianza, de distintos modos, se mantienen hasta hoy. Luego de la derrota de la dictadura en el plebiscito de 1988 y viendo que ya no tendría el poder de controlar a las organizaciones vecinales, la dictadura derogó la Ley 16.880 de 1968 y promulgó una nueva ley de juntas de vecinos y organizaciones comunitarias que no solo les quitaba todo poder, sino que las obligaba a fragmentarse (Ley 18.893). La transformación de las juntas de vecinos y demás organizaciones comunitarias en actores con poca relevancia en la vida pública nacional ha estado amparada en la Constitución de 1980. Esta no solo eliminó la garantía constitucional de participación, sino que, al eliminar el reconocimiento constitucional explícito a las organizaciones comunitarias, las dejó en la categoría general y ambigua de cuerpos intermedios. El Tribunal Constitucional establece que los cuerpos intermedios son “agrupaciones voluntariamente creadas por la persona humana, ubicadas entre el individuo y el Estado, para que cumplan sus fines específicos a través de los medios de que dispongan, con autonomía frente al aparato público”. Esta definición implica que, dentro de esta nomenclatura, cabe una junta de vecinos o un comité de allegados, pero también caben, por ejemplo, El Mercurio y la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), el diario y la organización empresarial más poderosos de Chile, respectivamente. Por lo tanto, con la Constitución de 1980, el Estado de Chile establece que las organizaciones comunitarias no constituyen un eslabón prioritario en la organización de la sociedad civil, lo que puede ser visto como un retroceso con lo instalado anteriormente, pues rompe con la tradición de hecho y de derecho que venía instituyéndose. Con el retorno a la democracia, las juntas de vecinos, democráticamente elegidas, promovieron desde su primer congreso, en 1990, un nuevo marco normativo que les permitiera retomar la senda cortada con el golpe de Estado. En 1991, el gobierno de Patricio Aylwin envió un proyecto al Congreso para democratizar las juntas de vecinos y devolverles algo de su poder, especialmente a partir del restablecimiento de su ámbito jurisdiccional: una junta de vecinos por unidad vecinal y una unión comunal de juntas de vecinos por comuna. Sin embargo, treinta y un diputados de Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente acudieron al Tribunal Constitucional (TC) para impugnar este aspecto del proyecto. El tribunal les dio la razón. Luego, se intentó poner mínimos al número de socios para constituir una junta de vecinos. Nuevamente los diputados acudieron al TC y, nuevamente, éste les dio la razón. Bajo la protección de la Constitución de 1980 y del Tribunal Constitucional, fue finalmente promulgada en 1995 la Ley 19.418, que reprodujo la fragmentación y no entregó más poder a las organizaciones comunitarias que el de ser ayudantes del Estado. Esta desaparición de las organizaciones comunitarias del mapa del poder se reprodujo también en la Ley Orgánica Constitucional de Municipalidades, en la ley Orgánica Constitucional sobre Gobierno y Administración Regional, en la Ley General de Urbanismo y Construcción, y en la Ley de Participación Ciudadana en la Gestión Pública, entre otros cuerpos legales. En una sociedad que vive una profunda crisis de confianza en las instituciones y en la democracia misma, la vuelta de las comunidades al centro de la vida pública puede contribuir a renovar la convivencia, el sentido de pertenencia a una comunidad nacional y la confianza en los otros. Una sociedad que reconozca el lugar de las organizaciones comunitarias en la vida nacional abrirá cauce para que el potencial creativo y creador de los espacios locales se exprese con propiedad nuevamente en la vida social y permita restituir la discusión de la centralidad de la Sociedad Civil en los debates por venir, no solo como actores, también como espacio/esfera de relevancia por derecho propio que haga un contrapeso más efectivo al estado y al mercado.   “Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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