[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Female" buttontext="Escucha la nota"] Francisco Letelier, académico del Centro de Estudios Territoriales (CEUT) de la Universidad Católica del Maule. (Publicada originalmente en El Desconcierto) Decidimos pasar la tarde del 31 de octubre en el barrio donde vive una de las compañeras de nuestra hija menor. Éramos tres familias. Instalamos unas sillas en el antejardín y compramos unas cervezas. Las niñas salieron a pedir dulces. Entre conversaciones y risas veíamos pasar interminables grupos de niños y niñas. Tres cosas me llamaron la atención: primero, el motivo dominante de los disfraces no era para nada el terror, había de súper héroes, de artísticas, de objetos varios… hasta de políticos. No sé si esto obedece a que uno usa lo que tiene más a mano o a que el significado de la fiesta está cambiando. Segundo, luego de que las niñas volvieran a casa, comenzaron a regalar a los niños que pasaban sus propios dulces. No es que los entregaran todos, pero compartieron una buena cantidad. Es más, había niños y niñas disfrazadas que no andaban pidiendo dulces sino que tenían, en sus propias casas, unas mesitas donde los regalaban. No sé si esto tenga que ver con la extrema abundancia de dulces (tener tantos que se pueden dar, algo así como la teoría del chorreo) o con un desplazamiento en el sentido de la celebración, en el cual, el dar también genera satisfacción. Me llamó también la atención el que los niños se pararan frente a las puertas y casi no hablaran. El “dulce o travesura”, la contra y seña de la tarde, casi no se pronunciaba. Tal vez esto tenga que ver con comodidad o timidez, pero también puede estar indicando que el pedir dulces ya no sea el centro de la cuestión, sino un componente de algo más importante. En fin. Si ya el terror no es el motivo dominante, si los dulces se piden, pero también se dan y si la frase clave “dulce o travesura” ya casi no se usa ¿Qué fenómeno estábamos presenciando? Realmente no lo sé, pero lo cierto es que niños y adultos vivimos una tarde excepcional: las calles llenas de gente, de colores, de caras sonrientes. Lo opuesto a una tarde normal, con veredas vacías y todos encerrados en las casas. Podría haber sido Halloween, podría no haberlo sido. Todo esto en un ambiente de cierta complicidad, de cierta cosa tácita, no dicha, pero que podía respirarse: “la estamos pasando bien”, “que bonito es ver las calles llenas de gente alegre”, “pucha que nos hace falta esto”, etc. El recuerdo más cercano que tengo a la vivencia que estoy relatando es la celebración de año nuevo. Cuando era niño, las familias salían a saludar a sus vecinos. Iban de casa en casa abrazándose y dándose buenos deseos. Si te encontrabas con alguien en la calle también lo saludabas. Ahora me doy cuenta porqué el momento de la misa que más me gustaba de niño era el saludo de la paz; seguro me evocaba la actitud festiva y de encuentro del año nuevo. Chile tiene muy poca fiesta pública, muy poca ocupación festiva del espacio. La fiesta se hace en familia, como buena parte de la vida. La navidad es puertas adentro, las fiestas patrias cada vez más. Espacios para que niños, adultos y personas mayores se encuentren en torno a un mismo hacer, a un mismo disfrutar, casi no tenemos. El día del niño (que realmente no es una fiesta) es para niños, pasamos agosto (que tiene un cierto carácter festivo) es para los mayores. La fiesta es privada e intrageneracional. La hipótesis que quiero insinuar es que necesitamos fiesta pública intergeneracional y que Halloween, más que ser una “forma de colonización imperialista”, es un referente/modelo útil a partir del cual estamos ensayando (y recuperando) formas festivas propias. Halloween nos ha abierto una puerta. Es como si hubiésemos necesitado un momento de fiesta y encuentro y hubiésemos echado mano a una tradición ajena, pero luego, a medida que la hemos venido ejercitando, la hemos reapropiado, dejando un poco de lado lo accesorio y conservando lo central: el encuentro, el disfrute colectivo, el rompimiento de la rutina. Esto no es extraño. Los seres humanos necesitamos darle sentido a nuestra existencia y trascender una forma de vida muchas veces asfixiada por las lógicas del consumo y la productividad. También necesitamos darle sentido a nuestra vida cotidiana, a nuestros lugares y a las relaciones con los demás. Las fiestas son un momento especialmente propicio para esto. Producen conexión con el presente y con el lugar. La festividad, y también el juego, contienen una potencia transformativa que rompe lo ordinario y altera las condiciones de la cotidianeidad. La ocupación festiva de los espacios públicos aporta en la transformación de la relación de las personas con sus entornos próximos y de las relaciones de convivencia entre sí. Permite reconstituir el vínculo entre el espacio y el habitante, construir y significar su entorno, vivir el barrio y la ciudad desde su valor de uso. El filósofo coreano Byung-Chul Han contrapone al tiempo laboral el tiempo festivo. El tiempo festivo es un tiempo de ociosidad en el que la vida se refiere a sí misma, en lugar de someterse a un objetivo externo. Ahora que pienso todo esto me hace sentido el que en un supermercado de cadena que está cerca de mi barrio, ya a principios de octubre estaba instalada la navidad y todos los productos que se comercializan en su nombre, mientras, allá, en un rincón, estaba Halloween. Es como si el (súper) mercado hubiese avizorado una cierta desmercantilización de esta fiesta. Un desplazamiento hacia el ámbito del disfrute. Pero esto es solo una hipótesis. También puede ser que todo lo estemos comprando por internet. Quién sabe. “Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.