[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Female" buttontext="Escucha la nota"] Dr. Cristhian Almonacid Díaz, académico del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule. Las palabras del ministro Mañalich fueron motivo de suficiente y justificada burla vía memes por doquier. No tengo creatividad suficiente para sumar alguna broma extra para evidenciar lo contradictorio de la hilarante idea de la autoridad sanitaria cuando expresó “si el virus muta a buena persona, entraríamos en otro escenario”. Ahora, seamos sinceros: ¿no tenemos la misma tentación de envolver en un halo de maldad al “COVID-19”? Tenemos razones suficientes para demostrar su maldad intrínseca: ¿Cuántas contagiados hay? ¿Cuántas muertes lleva o cuántas puede causar en los próximos meses? ¿Cuántas empresas quebrarán por la recesión? ¿Cuántas personas perderán su empleo? ¿Cuántos niños sin asistir al colegio tratando de resolver sus tareas en condiciones que no sabemos? ¿A cuántos el virus nos ha obligado a confinarnos en nuestras casas? El virus ha cerrado comedores y pequeños comercios, ha aumentado el precio de los alimentos, nos ha hecho perder millones de pesos en las AFP, está matando a ancianos que mueren en soledad sin si quiera poder ser despedidos por sus familias. Pero ojo, tampoco nos faltan razones para notar que el avance del virus ha traído ciertas bondades: gracias a COVID-19, el planeta parece tener una oportunidad al tomar conciencia de los efectos positivos de disminuir la producción a gran escala. Gracias al virus, las familias se han vuelto a ver durante muchas horas, reencontrándose en la actividad doméstica diaria. El virus ha suscitado la solidaridad mundial, ha alentado a los científicos para encontrar lo más pronto posible una cura y ha permitido evidenciar con patente admiración el sacrificio y heroísmo de tantos trabajadores de la salud que se arriesgan por salvar a quienes sea posible. El punto en el que quisiera llamar su atención es: ¿Qué hace que un virus entre millones de partículas y otros innumerables virus con los cuales permanentemente convivimos adquiera contornos de persona? O, dicho de otra manera ¿cómo sucede que el COVID-19 posea cierta “actividad” que nos lleve a asociarle una representación que le dota de una determinada valoración ética? La respuesta que quiero ensayar es: COVID-19 parece mala persona porque actúa por medio nuestro. Más radicalmente, COVID-19, un simple “paquete microscópico de material genético, rodeado de una capa de proteína que mide una milésima parte de un cabello humano”, consigue formas de actividad ética porque se une a nosotros a través de nuestro cuerpo. Por medio de unos complejos (y hasta ahora indescifrables) mecanismos biológicos, COVID-19 entra en nuestro cuerpo para relacionarse con nosotros sin que podamos elegirlo, trastocando con ello nuestra voluntad y nuestro libre arbitrio, supuesto básico de toda actividad ética. En este punto logramos ver cuál es el tipo de libertad con la que contamos, no solo en tiempos de pandemia, sino que habitualmente. Nuestra voluntad se expresa como un fenómeno complejo, como un embrollo, más que como un hecho claro y distinto. Nuestra voluntad, queridos amigos y amigas, no es una voluntad racionalmente elevada y totalmente desvinculada de las determinaciones que acontecen a nuestro cuerpo. El COVID-19 nos permite reencontrarnos con la raíz de la voluntad libre con la que contamos, aquella voluntad que no funciona en base a ideas (solamente) sino una voluntad que solo puede ser encarnada en las limitaciones que nuestro cuerpo nos ofrece. Por ello, citando a Ricoeur, “es necesario, ante todo aprender a pensar el cuerpo como yo, es decir, como recíproco de un querer que soy yo”. Siempre pensamos que nos basta deliberar la mejor idea, la más ética y nuestra acción voluntaria está acabada de principio a fin. Pero, esta pandemia nos está enseñando que con una mera y depurada decisión mentada no existe eso que denominamos actividad libre. Una acción voluntaria solo llega a su cumplimiento cuando esa idea está unida a la corporalidad. Únicamente en esa unidad, la realidad cambia en tanto escenario de nuestra acción. En efecto, el coronavirus nos está develando que nuestra posibilidad de llevar a cabo acciones éticas, están asociadas a la capacidad que tengamos de dominar al cuerpo asolado por estas ínfimas partículas que pueden llevarnos a la muerte. En este sentido, una voluntad conquistada por la fuerza de nuestras decisiones solo es posible si logramos configurar el yo corporal mediante el esfuerzo. ¿Qué quiere decir eso? El cuerpo posee funciones propias (o ajenas, como en el caso del COVID-19) que no dependen de nosotros y por lo mismo, requieren ser reguladas por el esfuerzo, domesticadas, para que sea realizable el “yo quiero retomar mis actividades habituales de subsistencia”. La espontaneidad involuntaria del cuerpo entra así en una especie de diálogo con nuestra racionalidad. A partir de esta relación que se manifiesta bajo la forma de un prisma dialogante, emerge la reciprocidad entre las capacidades voluntarias y las tenaces actividades involuntarias de la corporalidad. De manera que la actividad humana y ética cobra su sentido en un lugar mucho menos evidente que la pura racionalidad cognitiva. El ser sujeto ya se encuentra manifestado y comprendido en aquello que es ausencia de voluntad expresada en un cuerpo susceptible de contaminación virulenta. Lo humano en este sentido, viene hilado desde aquella ausencia de voluntad y que intentamos elevarla a actividad voluntaria mediante un esfuerzo (en este caso de los equipos de investigadores y el personal de salud) que nos permita reintegrar nuestra voluntad libre por medio del control (no desaparición ni extinción) de aquel virus. Esta reciprocidad hecha diálogo entre lo involuntario y lo voluntario devela en un único movimiento existencial y experiencial a un ser humano que es servidumbre, pero libre, situación, pero también opción, determinado por sus condicionantes biológicas, pero también indeterminado en sus proyectos de vida posible. Entonces sucederá que el COVID-19 no mutará a buena persona, pero el sujeto humano si podrá mutar en la medida que aprendamos de este esfuerzo por controlar la espontaneidad de nuestro cuerpo infectado. Y el virus, que ahora posee la forma de enemigo, se integrará biológicamente a nuestra corporalidad de una manera que no hipoteque nuestra supervivencia. Con lo dicho, nos hará sentido lo que expresa Paul Ricoeur con tanta claridad: “La libertad no es un acto puro, es en cada uno de sus momentos una actividad y receptividad; se hace acogiendo lo que no hace: valores, poderes y pura naturaleza”. “Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.