[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Female" buttontext="Escucha la nota"] Francisco Letelier Troncoso, Javiera Cubillos Almendra y Verónica Tapia Barría, Escuela de Sociología UCM. Uno de los avances científicos más importantes del siglo XX fue la teoría del inconsciente. Freud, Jung y Adler nos mostraron que el ser humano es mucho más que su conducta o su actividad consciente. Existen fuerzas y pulsiones profundas que condicionan nuestro pensar, sentir y hacer. En el inconsciente están los traumas y los conflictos que hemos experimentado a lo largo de la vida, pero también nuestros deseos y aspiraciones más escondidas. Asimismo, el inconsciente no involucra solamente lo individual, sino que también implica lo que Jung define como “Inconsciente Colectivo”, es decir, todo el universo simbólico que hemos construido como especie. Siguiendo estas pistas, comprendemos que la represión o la ignorancia de aquello que habita nuestro inconsciente nos lleva a perder el equilibrio psíquico y, en la búsqueda de reestablecerlo, lo inconsciente de alguna u otra manera emerge. En esta línea, para Jung, en la medida que nos conectamos con lo inconsciente y lo reconocemos como una parte fundamental de quienes somos, se devela su potencial de sanación. Esto apunta a lo que llamamos proceso de individuación, por el cual nos hacemos sujetos completos y autónomos, integrando todo lo que somos. A partir de estas ideas, y a modo de provocación para la reflexión, quisiéramos proponerles una analogía entre la persona y la ciudad, Tal como un ser humano, la ciudad tiene una vida consciente y una inconsciente. La primera es la que vemos todos los días: el tráfico vehicular, las movilidades cotidianas de personas yendo de un punto a otro, conversando, comprando o simplemente sentadas en un parque. En la ciudad consciente todo parece funcionar. Sin embargo, hay un conjunto de procesos de los cuales pareciéramos no ser totalmente conscientes. No sabemos dónde terminan los desperdicios que producimos diariamente, o no sabemos qué ocurre con el agua que consumimos, ni de dónde viene. Pocas personas parecieran reconocer el sufrimiento de los cientos de miles de animales (no humanos) que mueren diariamente para llenar las vitrinas de los supermercados. Tampoco sabemos a cabalidad cómo se enriquecen aquellos que especulan con la ciudad, y muchos ignoran qué significa vivir en la precariedad urbana. La mayoría de las cosas que ocurren en la ciudad parecen ser parte de lo inconsciente; parte de aquello que no vemos o no queremos ver de nosotros mismos y de nuestras dinámicas cotidianas. En la ciudad inconsciente está todo lo que ocultamos o silenciamos. Los barrios estigmatizados y olvidados. El hacinamiento, la pobreza, el narcotráfico, la violencia doméstica y de género. Los vertederos, los ríos contaminados, los plaguicidas que se utilizan para producir alimentos y el sufrimiento de los animales muertos que compramos en el supermercado. En un plano aún más profundo están las decisiones y negocios que se hacen a nuestras espaldas y que dañan la ciudad, sus dinámicas y a nosotros mismos como habitantes. La gran especulación inmobiliaria, los enormes proyectos urbanos mal regulados, el interés de acumulación desatado, la corrupción y un largo etcétera. Nos esforzamos en vivir la vida de espaldas a la ciudad inconsciente, a todo lo que no queremos ver, tal como evitamos confrontarnos con nuestro propio y más profundo mundo interior. Pero tarde o temprano “la sombra" –aquello que reprimimos, ocultamos o desatendemos— emerge. Se nos presenta como violencia, contaminación, enfermedad o ansiedad. Hoy, a propósito de la recién finalizada huelga de los recolectores de basura en Talca, eso que emerge son las pilas de desperdicios que se acumulan en las esquinas. La basura que producimos diariamente y que los recolectores se encargan de quitar de nuestra vista. Recolectores de los que también somos poco conscientes y que subvaloramos. La basura que se acumula en la ciudad es un espejo de lo que somos, de lo que hacemos. Nos recuerda que no podemos evitar lo inevitable y que, tarde o temprano, debemos hacernos cargo de lo que generamos. El inconsciente de la ciudad estará ahí hasta que nos confrontemos con él. Podemos huir, mudarnos a barrios cerrados, con entornos agradables y de alta plusvalía, pero la sombra nos seguirá allí donde estemos. La ciudad inconsciente irrumpirá, desbordará a lo consciente. El dolor del estigma, de la exclusión y de la pobreza seguirá latiendo. Las vidas precarizadas, sin belleza, asfixiadas en rutinas invivibles estarán ahí para recordarnos que hay dinámicas y formas de hacer las cosas que estamos ignorando. La naturaleza explotada y sacrificada será el recordatorio y la válvula de escape que dará cuenta del equilibrio perdido. Todo lo que ocultamos y todo lo que reprimimos se expresará. La única salida –al decir de Jung— parece ser el reconocer las sombras de lo inconsciente, traerlas al centro de la conciencia de la ciudad y verlas frente a frente. Cabe poner un solo ejemplo de lo que es necesario traer a la conciencia. Cada año, para alimentar a los habitantes de una ciudad intermedia como Talca, son sacrificados más de cuatro millones de animales (no humanos). En los últimos diez años se han matado cuarenta millones. En 2012, un grupo de investigadores comprobó que todos los mamíferos, reptiles, pájaros, anfibios, peces y algunos invertebrados tienen sentimientos. Los animales son como los seres humanos: sienten dolor, miedo, placer y emociones positivas. Estamos vinculados a ese sufrimiento día a día y año a año. Lloramos a nuestra mascota muerta, pero al mismo tiempo somos capaces de matar a millones de otros seres sintientes. Traer este hecho innegable a la conciencia puede ser doloroso y casi inaguantable, pero ¿es mejor, entonces, mantenerlo sumergido en las profundidades de lo inconsciente? ¿Hacer como si no sucediera? En términos psicoanalíticos no existe el “ojos que no ven, corazón que no siente”, porque, como hemos dicho, aquello que está en el inconsciente nos perseguirá hasta que no le hagamos frente. Pero en el inconsciente también están nuestros deseos y aspiraciones, aquello que quizás nunca hemos vivido, pero que tenemos la enorme y creativa capacidad de imaginar. La utopía que parecía no tener buena prensa ha vuelto y nos permite ver, tensionar y mover los horizontes de posibilidad. La invitación, entonces, es confrontar lo que no queremos ver, pero también rebuscar aquello que quisiéramos ver y vivir: una ciudad que permita el disfrute y el placer para la diversidad de sus habitantes. Tal como nos indicaría un terapeuta: ¿qué aspectos de la ciudad nos hacen parte del sufrimiento colectivo? ¿Qué cosas de la ciudad nos hacen o nos podrían vincular al placer y el disfrute de sus habitantes? “Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.