Opinión: “Una Constitución: apuntes sobre un momento límite”
Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Chile se encuentra en la actualidad en un momento límite, fronterizo en términos históricos. No son muchas las veces en que una sociedad se ve enfrentada a una transformación de orden estructural, tectónica, como la que nos preparamos a vivir si es que se aprueba la nueva Constitución el cuatro de septiembre. Ciertamente una Constitución deja ver sus frutos en décadas y tiene que ver con la configuración de un nuevo tipo de racionalidad, de convivencia y con una nueva manera de enfrentar los desafíos de un mundo, también, estremecido. En este sentido, no podemos dejar de dar cuenta que una Constitución viene a ser la decisión fundamental que permitirá que todo el articulado social posterior se funde siendo, en esta perspectiva, la plataforma desde la cual despegue un tipo de sociedad y no otra.
Las tres constituciones anteriores principales, 1833, 1925 y 1980, han sido el resultado de una sistemática alianza entre élites políticas, sectores empresariales y, sobre todo, de la influencia y tutelaje militar (Cf. T. Moulian, 1997) y, nunca, como hasta ahora, se había considerado a la dimensión soberana, entendida ésta como la deliberación de un pueblo que escogió a sus representantes y se involucró en la órbita política de las decisiones fundamentales.
Brevemente, nada más recordar que la Constitución de 1833, fue el resultado de una guerra civil, lo que produjo una fuerte restauración conservadora en la que las fuerzas militares en coordinación con élites políticas y económicas lograron hacerse de la hegemonía absoluta. Esta Constitución duró casi 100 años. La de 1925 obedece a dos Golpes de Estado, el primero contra Alessandri Palma (11 de septiembre de 1924, ironía de la historia) liderada, entre otros, por los jóvenes oficiales Carlos Ibáñez del Campo y Marmaduke Grove, quienes instalan una Junta Militar y establecen la disolución del Congreso. Alessandri renuncia y parte al exilio en Italia. Después, en marzo de 1925, viene otro Golpe de Estado, nuevamente liderado por Ibáñez, esta vez a la Junta, y que trae de vuelta a Alessandri del exilio y se comienza con el proceso constituyente, todo bajo las tácticas itinerantes pero definitivas del monitoreo militar. Esta Constitución duró 55 años.
La Constitución del 80 ya es historia archiconocida y no es importante, para esta columna, dar cuenta en detalle de su carácter ilegítimo y de toda la sangre que se derramó y el dolor que se generó para alcanzar a implementarse y consolidar el modelo neoliberal que nos gobierna hasta ahora. Esta Constitución ha durado 40 años y puede extenderse.
Las preguntas: ¿qué es lo que está en juego, más allá de su legitimidad o ilegitimidad, en una Constitución? Después del articulado jurídico-normativo ¿qué es lo puede generar una carta fundamental independiente de si es redactada por militares en una Dictadura sangrienta o por una Convención constituyente soberana?
Lo que está en juego es un tipo de sociedad particular y no otra, lo que genera, a su vez, un tipo de individuo particular y no otro, construyéndose entonces un modelo completo que surge desde la redacción de una Constitución. Esta tesis puede ser arriesgada y claramente discutible, pero no es absurdo decir que el sujeto neoliberal, autogestionado, ese sujeto archipiélago del que habla Kathya Araujo, es fruto de la Constitución de Jaime Guzmán. El “guzmanismo” en esta línea, al construir un tipo de individuo descolectivizado, sin vocación por lo común y subvencionado a toda escala, vertebra un tipo de sociedad sin vínculo y que se mantiene y sostiene sobre la base del mérito (falsa ideología neoliberal) y del “sálvate solo”. La especie neoliberal chilensis consolidó un sociotipo que es una suerte de náufrago sin madero a la vista y que se consume en el mar de su propia individualidad, que busca llegar a la costa sin mirar si hay otros como él que también necesitan de ese madero.
La nueva Constitución, si se aprueba, con el tiempo, puede dar paso una nueva forma de racionalidad donde lo común reemplace a lo individual. Ahí donde solo había naufragio en solitario, podría ser posible que esos mismos náufragos se apoyen unos a otros para llegar a esa costa que podríamos llamar sociedad –entendida ésta como un ecosistema solidario y con un núcleo social vinculante, por parafrasear a Émile Durkheim–.
Tras las 178 páginas y 388 artículos que dan forma a la nueva propuesta de Constitución no solo hay normas, derechos y deberes, incisos o disposiciones transitorias. Lo que se trasluce es un tipo de sociedad completamente nueva; una en la que sea posible rehabilitar el tejido social arrasado por décadas de primacía del mercado, de abusos neoliberales y de la sedimentación de una racionalidad individualista y de la autogestión; una sociedad que se reconozca como tal y en donde cada uno y cada una de quienes la componen se reúnan en la órbita de lo común y en el que la cotidianeidad sea el vínculo y no la atomización; una sociedad paritaria donde las mujeres ocupen el lugar que por siglos se le ha negado en la vida política y social; una donde los pueblos originarios sean reconocidos no solo políticamente, sino que al interior de la, también, histórica usurpación a la que fueron sometidos; una sociedad de derechos y donde el cuidado por el medioambiente no sea “el lomo de toro” para el desarrollo, sino la variable principal a considerar toda vez que pensemos en extender y hacer competitiva nuestra economía en un mundo globalizado, en fin.
Esto es lo que está en juego. La historia, el futuro y la posibilidad cierta de dejar en las antípodas de una historia cruel y de terror, a los fantasmas de Guzmán y Pinochet para siempre.
Estos son apuntes al margen, pero creo que por aquí va la importancia de una nueva Constitución.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.