Opinión: “Nuestra verdadera crisis”
Francisco Medina K., académico de la Escuela de Derecho UCM.
(Publicado originalmente en La Estrella de Iquique)
De todas las crisis institucionales en las que estamos inmersos, existe una que ha pasado injustamente desapercibida: las dificultades en el nombramiento de altos cargos.
Veamos algunos ejemplos.
A la Corte Suprema le faltan tres ministros titulares y uno de esos cargos lleva vacante más de un año.
Por otro lado, estamos a punto de completar siete meses con un Contralor General de la República subrogante, y hasta hace pocos meses, pasamos más de 100 días sin un Fiscal Nacional titular.
Para qué hablar del Tribunal Constitucional, institución que alcanzó a estar más de dos años sin los diez ministros titulares.
Como es evidente, los problemas que entrañan la ausencia de integrantes titulares son de diversa índole y gravedad.
Por ejemplo, no existe ninguna seguridad de que los criterios jurídicos esgrimidos por los subrogantes serán seguidos por los titulares, además de un sinfín de aspectos administrativos que deberían ser decididos por estos últimos, tales como la reorganización de las funciones del órgano, el establecimiento de políticas estratégicas o el nombramiento de funcionarios subordinados.
Ahora bien, existe algo que todas estas designaciones tienen en común: la colaboración entre los tres poderes del Estado.
Es decir, el procedimiento para nombrar a los titulares de dichos órganos está compuesto por etapas sucesivas, donde participan los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Por tanto, debemos preguntarnos qué hay detrás de las dificultades de cooperación entre nuestras autoridades.
En este sentido, podríamos apuntar causas orgánicas y de otra naturaleza.
Sobre las orgánicas, parece urgente reformar, al menos, el sistema político y el procedimiento de nombramiento de los jueces; afortunadamente, no faltan propuestas para acometer ambas tareas.
Sin embargo, respecto de las causas “de otra naturaleza” nos encontramos en el descampado.
¿Cómo recuperar un clima de amistad cívica que nos permita trabajar juntos pese a las diferencias? ¿Cómo fortalecer la confianza en política? ¿Qué lugar tienen valores como el perdón, la lealtad, la gratuidad y la solidaridad en las esferas de poder? Estas no parecen preguntas irrelevantes si consideramos que ninguna reforma orgánica podrá contrarrestar el revanchismo y la mezquindad que detienen los acuerdos.
Y es que por anacrónico que suene, la virtud sí tiene un rol en política, rol que no se puede sustituir por mecanismos que sólo pongan los incentivos correctos.
Incluso los mejores dispositivos institucionales tienen límites evidentes, y la historia así lo confirma.
Que no se malentienda: nadie está hablando de una añoranza griega ni victoriana, sino simplemente de reconocer que hay ciertas disposiciones morales sin las que ninguna nación puede avanzar.
Naturalmente, buena parte de este desgaste llegó a la política como un reflejo de lo que ha pasado antes en la sociedad civil, lo que sólo hace más difícil el camino.
Pero el bien común de Chile exige mantener a la vista estos factores y no caer en el pesimismo de sólo intentar reformas orgánicas, por valiosas que sean.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.