Opinión: “Por qué no escribo”
Hernán Guerrero Troncoso, académico del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule.
En su notable ensayo de 1946 “Por qué escribo”, George Orwell señala cuatro motivos generales para escribir –aparte de la necesidad de ganarse la vida–: simple egoísmo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósitos políticos. Dichos motivos se encontrarían en todo escritor, en distintos grados de acuerdo con la edad y las circunstancias que lo rodean. Sin embargo, en relación con sus propias obras, Orwell observa que “es invariablemente ahí donde carecí de un propósito político que escribí libros sin vida y que me vendí escribiendo pasajes inflados, oraciones sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, patrañas”. Su experiencia directa de la pobreza en Burma, de la Guerra Civil en España y del advenimiento del nazismo lo forzaron a tomar una posición definida ante lo que consideraba injusto, sin renunciar jamás, eso sí, al valor estético de la escritura, incluso en sus escritos derechamente panfletarios. En este sentido, su posición política es, a la vez, una toma de posición artística.
Ahora bien, lo que ocurre en Chile desde el 18 de octubre del año pasado y en el mundo con la pandemia de la Covid-19 deberían ser motivos más que válidos para que todos los que cada cierto tiempo hacemos sentir nuestras opiniones en el debate público, especialmente quienes declaramos dedicarnos a la “ciencia universal” que es la filosofía, redobláramos nuestros esfuerzos para intentar explicar lo que ocurre y proponer salidas a los problemas inmediatos y a las dificultades que se acumulan para más adelante, con mayor rapidez y dramatismo por la pandemia. Las emergencias que vivimos desde hace más de nueve meses son eminentemente políticas, no obstante, posean un importante componente técnico, de manera que la discusión es bienvenida, a fin de que podamos tener una visión lo más amplia y nítida de los problemas existentes, así como también de las dificultades para su solución. Este es el momento adecuado para hablar seriamente en la esfera pública y para tomar una posición clara.
Sin embargo, el volumen de informaciones, opiniones, denuncias e interpretaciones es tan grande, que se hace casi imposible distinguir lo que nos puede iluminar de lo que no hace más que confirmar lo que queremos escuchar –muchas veces, incluso, de manera tramposa– y de las puras y simples mentiras. Si más encima tomamos en cuenta las distorsiones que se producen en las redes sociales y los medios de comunicación, se hace urgente encontrar un criterio para separar las opiniones que aportan al diálogo de la mera charlatanería, y para reconocer los sesgos en la presentación de la información. En lo que sigue daré un par de observaciones relativas al primer aspecto, a las opiniones que se vierten en la esfera pública, tomando como referencia lo que sostiene Orwell en el breve ensayo que cité al comienzo.
Considero que es necesario reconocer, en primer lugar, una honestidad en todo texto que le es inevitable e intrínseca. Más allá del valor que tenga el contenido, de lo bien o mal escrito que esté, de las intenciones personales del autor, del hecho de que represente o no su verdadero pensamiento, lo que está publicado es lo que su autor consideró adecuado para que fuera leído por los demás. Dicha honestidad sería el criterio inicial para distinguir el verdadero escritor del mero “publicador” –si me permiten usar ese espanto de palabra–. El escritor es consciente de esa honestidad y lucha por alcanzarla –y en ocasiones, de evitarla-, mientras que el publicador es honesto a pesar de o contra sí mismo, porque no tiene las herramientas para ser deshonesto. La lucha del escritor mueve su arte y permea su obra, y en cierta medida responde a la visión que tiene de su propio oficio. Incluso si la vanidad y el egoísmo son los motivos principales para que escriba, el escritor debe ser capaz de perderse en su obra, debe luchar para olvidarse de sí mismo, para que entonces su arte pueda surgir. El simple publicador, en cambio, está a merced de la honestidad propia de lo escrito, y así queda al desnudo sin proponérselo, porque sus falencias, sus intenciones –generalmente mezquinas–, sus prejuicios y, sobre todo, su vanidad, relucen inevitablemente en lo que produce. Ahí donde el escritor es capaz de hacerse a un lado para iluminar aspectos de la realidad, porque puede captar y luego poner en palabras la vida que se despliega en ella, el publicador empequeñece y banaliza lo que apenas vislumbra, se mete en medio para que pensemos que fue él quien nos dijo lo que ya sabíamos y para que le agradezcamos por lo que ya tenemos. Al escritor no le queda más que escribir, ya la obra es su finalidad y en ella encuentra reposo su deseo por escribir, más allá del éxito o fracaso de lo escrito. El publicador, en cambio, se sirve de lo que produce para conseguir o mantener algo, sea dinero, fama, poder o una mezcla de ellos.
En segundo lugar, es necesario que nos preguntemos, como lectores, si leemos para confirmar nuestros prejuicios y presupuestos, o para ponerlos a prueba. En este último caso, el enfrentamiento con un escritor nos permite liberarnos de lo que nuestras opiniones tengan de contradictorio o inútil y, así, fortalecerlas o cambiarlas, ya que su arte nos acerca un poco más a la realidad, especialmente a lo que no queremos reconocer, a lo que nos es incómodo, si no francamente odioso. En el primer caso, en cambio, el riesgo de caer en manos de los publicadores es más grande, ya que ellos buscan atraer adherentes, producir dependencia a lo que dicen y someternos a lo que quieren que pensemos. Sus críticas, en último término, no tienen punta ni filo, porque no pueden matar al enemigo que se inventan. Si así lo hicieran, no tendrían qué más decir o cómo mantener el poder que esperan conseguir. En su reseña de “Mi lucha” de Hitler, Orwell describe esta actitud desde el punto de vista del publicador: “[basándonos] simplemente en la evidencia interna de ‘Mein Kampf’, es difícil creer que haya tenido lugar algún cambio real en los objetivos y las opiniones de Hitler. Cuando uno compara sus declaraciones de hace más o menos un año atrás con las que hizo quince años antes, una cosa que a uno lo sorprende es la rigidez de su mente, la manera en que su visión de mundo no se desarrolla”. En época de pandemia, esta actitud puede afectar incluso nuestra salud mental.
Así, la cantidad de columnas, ensayos, incluso libros que han aparecido con particular insistencia en estos meses, dedicados al estallido social y la pandemia, nos invita antes que nada a tomar una posición ante lo que ocurre y, al mismo tiempo, a mantener una cierta distancia con nuestras propias opiniones y con las de los demás, para que no consideremos que nuestra posición es la única verdadera. El diálogo, el disenso, la confrontación son preferibles a las verdades a medias y a los lugares comunes, ya que en estos últimos se ocultan los más grandes engaños. Estamos en un momento en que las desigualdades estructurales de nuestra sociedad son tan odiosas, que llegó la hora de cambiarlas. Pero ese cambio requiere de gente que esté a la altura de las circunstancias y que hable de frente, a riesgo de que la condenemos, no de charlatanes que nos dicen lo que queremos escuchar, con la intención de acaparar o mantener su poder, nuevamente en desmedro de los demás. Parafraseando a David Hume, ante esta montaña de escritos debemos preguntarnos ¿contienen algún razonamiento o alguna crítica que al menos haga el esfuerzo de llegar al fondo del asunto que trata? ¿nos advierten, al menos tácitamente, de sus intenciones, presupuestos y prejuicios, para que estemos alertas por si nos quisieran engañar? Si las respuestas son negativas, “arrójenlos, entonces, a las llamas, pues no pueden contener más que sofistería e ilusión”. Puede que no escribamos, ya sea porque no nos sentimos llamados a hacerlo o consideramos que la honestidad requerida para hacerlo es demasiada, pero en tanto lectores, somos partícipes de la discusión. Y lo que se discute es tan trascendente y decisivo, que rendirse ante la charlatanería es hacerse cómplice de ella.