Opinión: “Negacionismo: el golpe, la dictadura… y el Big Bang”
Gonzalo Núñez Erices, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
(Publicado originalmente en El Desconcierto)
Pasado ya medio siglo del golpe de Estado ocurrido en Chile en 1973, su conmemoración ha reactivado diversos discursos negacionistas que vanaglorian la figura de Augusto Pinochet y justifican la intervención cívico-militar que derivó finalmente en una dictadura que carga consigo asesinatos, apremios ilegítimos, torturas, exilios y desapariciones de miles de personas. Negar algo no implica argumentar que algo ha sucedido de una manera diferente a como es relatado por otros, sino que simplemente sostener que aquello nunca sucedió, negar su existencia por completo. Sin embargo, esta acción no solo niega lo que se relata a través de la palabra testimonial, sino que también niega al quien que existe a través dicha palabra: a la víctima y su historia. Por consiguiente, el negacionismo siempre es una re-victimización que intenta no dejar registro de la injustica y el horror cometido.
Esta doctrina de la negación del otro no consiste en dar una interpretación u opinión diferente dentro del espacio público en relación a un determinado acontecimiento histórico. Por el contrario, se trata de un discurso sobre-ideologizado que rechaza sistemáticamente la existencia de ciertos hechos a pesar de la evidencia científica disponible y los respaldos históricos en fuentes documentales y testimoniales. Como todo discurso político, el negacionismo pretende influir directamente en la opinión pública a partir de la tergiversación de la palabra y una profunda deshonestidad intelectual acusando al resto opositor de ocultar una supuesta realidad.
En su versión más burda y rústica (aunque no por eso menos inicua), el negacionismo abunda en discursos que rechazan explícitamente la existencia de violaciones a los Derechos Humanos, los exilios, los y las desaparecidas, el robo de bebes para adopciones ilegales, la malversación de fondos públicos por parte de la familia Pinochet, entre otros acontecimientos cuya documentación es contundente. Sin ir muy lejos, en el marco de una votación para un proyecto de resolución que buscaba condenar la violencia sexual ejercida contra las mujeres durante la dictadura, la diputada Gloria Naveillán (independiente por el partido Social Cristiano y ex militante del Partido Republicano) votó en contra declarando que “No creo que hayan sido sistemáticos. Yo creo que eso es parte de la leyenda urbana”. Transformar el relato de la víctima en una leyenda, es decir, en una historia ficticia y vacía de realidad, no es una posición política con la cual podamos discrepar o acordar, sino que es una deshumanización que sigue perpetuando el vejamen en aquellos que se les ha robado la palabra como testimonio del mal acontecido.
Ahora bien, también ha emergido un tipo de negacionismo más sutil que, a pesar de que no niega las violaciones a los Derechos Humanos ocurridos en el periodo de la dictadura (incluso puede ser enfático en lo inaceptable de aquello), sí plantea una tesis separacionista entre dos eventos: el golpe de Estado de 1973 y la dictadura cívico-militar. De acuerdo con esta visión, ambos acontecimientos son independientes e irreductibles entre sí y, por lo tanto, el análisis que se pueda hacer del primero no tiene implicancias necesarias con el análisis que se puede hacer del segundo. Por un lado, el golpe de Estado puede ser justificado porque respondió a la única salida posible a un momento de polarización política durante los años de la Unidad Popular. Por otro lado, en cambio, las casi dos décadas de sangrienta dictadura sería un evento autónomo que puede ser condenado por sí mismo sin hacer lo mismo con el asalto armado contra la Moneda por parte del ejército de Chile. Sin embargo, ¿son realmente dos acontecimientos que transitan por caminos paralelos de la historia de Chile?
La tesis separacionista no deja de ser una forma de negacionismo que expresa, incluso, un grado de perversión más sofisticado que el negacionismo burdo y rústico. Esto, pues, en el marco de un discurso aparentemente racional, ponderado, imparcial y des-ideologizado, construye un mensaje comunicacional que sigue perpetuando la negación y la eliminación del otro de acuerdo con una sola lógica: el golpe de Estado tiene causas que lo hicieron inevitable, mientras que la dictadura es un evento condenable por sí mismo. Este negacionismo maquillado se encarna en palabras como las del expresidente Sebastián Piñera cuando, en una entrevista del domingo 27 de agosto en Mesa Central de Canal 13, afirma que “la situación de Chile era caótica, a veces a la izquierda le gusta pensar que Chile comienza el 11 de septiembre del 73’ y no es verdad (…) el 11 de septiembre no fue una muerte súbita y sorpresiva. Fue el triste, tal vez evitable, desenlace de una secuencia de hechos: la democracia venía muy enferma.”
Es trivialmente cierto que Chile no comienza el 11 de septiembre, como también lo es que la democracia chilena durante la década de los 70’ estaba atravesada por la polarización y la violencia. Podemos realizar un análisis crítico del contexto social y político de la época y, por supuesto, evaluar la responsabilidad particular que a los diversos movimientos de izquierda les compete en el derrocamiento del gobierno del presidente Allende. También podemos expresar una legítima opinión sobre el gobierno de la Unidad Popular de acuerdo con los datos y evidencias históricas. Sin embargo, sostener que un golpe de Estado es una solución, un camino o un desenlace “tal vez evitable” para la crisis que enfrenta una democracia es cruzar una línea ética que va más allá del análisis y la interpretación. Cuando justificamos el golpe de Estado debemos entonces ser conscientes de que, si la solución no proviene desde la misma democracia, entonces todo está permitido, incluido el horror humano. Dicho esto, ¿estamos realmente dispuestos a abrir una puerta que del otro lado siempre encontraremos la posibilidad del autoritarismo y la aniquilación radical del otro?
La relación entre el Golpe y la dictadura no es de tipo causal: no es simplemente el caso de que el primero desencadenó el segundo. Una dictadura es una posibilidad abierta en un golpe de Estado: ella es resultado, pero también el comienzo mismo. Así, el golpe de Estado, en su propia naturaleza violenta, tiene ya incorporado todo el horror de la dictadura. El Golpe no es solo el comienzo de la dictadura en términos cronológicos, sino que es un estado de concentración que en su interior contiene a la dictadura en su totalidad. Al igual como el Big Bang o la ‘Gran Explosión’ que en astrofísica se comprende como el punto inicial ―la singularidad― que contiene reunido en un estado primigenio toda la materia, el espacio y el tiempo, el golpe de Estado es una explosión de violencia expansiva que, en su pura singularidad histórica, concentra el despliegue de la dictadura con toda la crueldad posible que el ser humano es capaz de cometer contra sí mismo. Por consiguiente, el Golpe y la dictadura son absolutamente inseparables en tanto que el uno contiene al otro como momentos de un único movimiento en el espacio-tiempo habitado por el ser humano. A 50 años del golpe de Estado, decir lo contrario no es más que una forma solapada de negacionismo.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.