Opinión: "A mis maestros con cariño" - Universidad Católica del Maule
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Opinión: “A mis maestros con cariño”

Opinión: “A mis maestros con cariño”
20 Oct 2020

Hernán Guerrero Troncoso. académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

Tradicionalmente, la frase atribuída a Bernardo de Chartres, que somos como “enanos sentados sobre los hombros de gigantes”, se ha interpretado como una manera que tiene quien logra un avance en el conocimiento de reconocer los aportes de sus predecesores. Esa es, por ejemplo, la intención de Newton cuando cita este aforismo. El avance, el progreso, pero también la ampliación de la mirada y de los horizontes, no tendrían lugar a espaldas de lo que se hizo antes, sino sobre sus espaldas, sobre los avances, progresos y horizontes del pasado. Todo cambio, en todo ámbito, presupone el momento anterior, el cual determina no solo el presente, sino también en cierta medida configura las proyecciones futuras. Solo cuando el pasado impide una proyección futura, o bien, lo que proyecta es inviable, se hace necesaria una refundación completa, un quiebre con el pasado y la tradición.

Detrás de esa sentencia se esconde, sin embargo, un presupuesto que no siempre se advierte con la misma intensidad que el progreso al que se alude. Nadie nació sentado sobre los hombros de gigantes. Por el contrario, de alguna manera fue capaz de trepar hasta sentarse ahí, porque contó con las condiciones materiales para estudiar, desde las herramientas necesarias para hacerlo, hasta el alimento y la tranquilidad para crear. Así, se podría glosar la frase diciendo que, si bien somos como enanos sentados sobre hombros de gigantes, estamos sentados ahí y podemos ver más lejos porque nos hicimos capaces y dignos de estar sentados ahí, ya que alguna manera se nos permitió que nos dedicáramos casi exclusivamente a abrirnos paso y ascender a esas alturas. En otras palabras, no solo debemos nuestros avances a quienes habían avanzado con anterioridad, sino también a quienes entregaron las condiciones para que no tuviéramos que hacer otra cosa –y ahora, con la pandemia, resulta más evidente aún la inmensa brecha entre hombres y mujeres y la urgente necesidad de que las tareas de la casa, desde el aseo a los niños, sean distribuidas equitativamente–, a quienes pusieron a nuestra disposición lápices, libros, computadores o laboratorios para trabajar y, sobre todo, a quienes nos enseñaron a trepar por los hombros de los gigantes, a recorrer el camino abierto por nuestros predecesores y a guiar la mirada hacia lo que hay que ver una vez sentados en la altura, es decir, a nuestros maestros.

Si bien quienes nos dedicamos a la enseñanza en cierta medida rendimos un homenaje cotidiano a nuestros maestros, el hecho de dedicar un día a celebrarlos permite hacer público ese reconocimiento y reflexionar sobre qué significa esta actividad. En primer lugar, maestro es aquel que “es más” que los demás en algo (etimológicamente, magister está relacionado con magis, “más”), aquel que destaca por el dominio de su arte u oficio. El maestro muestra las posibilidades de su oficio, en la medida en que logra realizar algo que pocos son capaces de hacer o que hasta ese momento no se había hecho. Asimismo, maestro es aquel que enseña, que introduce a los demás en su arte u oficio, pero, sobre todo, que permite que sus alumnos aprendan. En último término –y simplificando bastante el asunto–, se puede afirmar que ambas acepciones de “maestro” tienen en común que enseñan, que su actividad consiste en permitir aprender. La obra del maestro constituye el gigante que está ahí, listo y dispuesto para ser escalado para sentarse en su hombro, basta con volver a andar los pasos que anduvo el maestro que la produjo, recorrer los senderos que abrió. El maestro que enseña, por su parte, el profesor, nos muestra cómo caminar, cómo escalar, cómo elegir los senderos, qué hacer si nos perdemos. Incluso si no es maestro en el primer sentido, el profesor es capaz de reconocer la obra del maestro y de hacer que otros también lo hagan, ya que su mirada está acostumbrada a ver aquello que es a la vez alto y profundo. En este sentido, el profesor trabaja en algo que es inconmensurable, que no puede ser preestablecido en ninguna pauta ni rúbrica y que no cabe en ninguna evidencia, ya que se ocupa de dejar que sus alumnos se formen para construir y recorrer su propio camino, un camino que jamás está abierto de antemano y que no se sabe cuán lejos o cuán alto vaya a conducir.

Algunos meses atrás, mientras leía la transcripción de las últimas clases de mi maestro Héctor Carvallo en la Universidad de Chile, pude advertir cuán profundamente influyó en la manera en que yo mismo enseño, en la manera de plantear una clase, en el modo de abordar los textos, incluso en el modo de hablar. Pero junto a mi maestro Carvallo puedo también mencionar a los profesores Alberto Christiny, Eduardo Figueroa, Cesare Cenci, René Bahamondes, José Manuel Barrera, Fernando Figueroa, Boris van Dorsee, entre otros, y, fuera de las aulas, a los padres Rigoberto Iturriaga y Barnabas Hechich, de quienes no solo adquirí conocimientos o habilidades, sino que me marcaron por su manera de pararse ante el curso y llevar adelante una clase –muchas veces, especialmente en el colegio, contra lo que hubiéramos querido hacer en ese momento–, por su dedicación al trabajo, por su disciplina, por su humildad y generosidad al momento de compartir sus conocimiento y, en general, por el ejemplo de vida que presentaban. Ellos son la escuela en la que me formé, la medida con la cual me comparo, con ellos aprendí a caminar y, sobre todo, a dejar que otros caminen. A ellos dedico este homenaje público, además del que les rindo en silencio cada vez que intento escalar, solo o con mis alumnos, a los hombros de algún gigante bonachón que se deja escalar.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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