Opinión: "Los silencios de una pandemia" - Universidad Católica del Maule
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Opinión: “Los silencios de una pandemia”

Opinión: “Los silencios de una pandemia”
20 Abr 2020

Gonzalo Núñez Erices, doctor en Filosofía y académico del Departamento de Filosofía de la UCM.

El viernes 18 de octubre del año 2019 se escuchó en todo Chile un estallido social cuyas ondas expansivas siguen resonando hasta el día de hoy y sus vibraciones marcarán el tono de nuestra historia que aún está por venir. Un ruido ensordecedor de incontables cucharas golpeando cacerolas y sartenes en todas las plazas y avenidas principales del país; junto a esto, detonaciones de perdigones y lacrimógenas que no pudieron opacar el bullicio estridente de las calles. Con un movimiento tectónico de estruendos subterráneos, el estallido social desencadenó el derrumbamiento de cimientos políticos, sociales y culturales que llevaban treinta años sosteniendo injusticias e indignidades. Un terremoto popular que reabrió las profundas grietas de miserias y pobrezas barridas por décadas bajo la alfombra del individualismo, exitismo económico y consumismo, situación que obligó al replanteamiento de la naturaleza de nuestros acuerdos sociales.

Con meses de protestas en todo el país y la plaza de la dignidad como epicentro, nuestras cotidianidades ya estaban familiarizadas con el ruido de las ciudades. Este se transformó en una alerta sonora para que la sociedad no retornase nuevamente a un sueño de treinta años más. Sin embargo, como una tormenta que inexorablemente se aprontaba a llegar, la peste cruzó las fronteras del país. Con ella, del ruido de un estallido transitamos al silencio de una pandemia.

El silencio puede ser engañador. No debe ser entendido como una ausencia de sonido, sino uno de sus modos o manifestaciones que traen significado al mundo. Como en la música, los silencios marcan patrones y ritmos del lenguaje. Las pausas entre palabras no son simples brechas mudas sin significado, sino que muchas veces es en el silencio mismo donde está todo lo que queremos significar. Así pensado, el silencio no es inocuo. Con él podemos hacer herir, enamorar, halagar, impresionar, disminuir o enaltecer a alguien. El silencio es entonces un espacio abierto e inagotable de sentido que se resiste a todo tipo de clausura o saturación. En palabras del antropólogo francés David Le Breton: “el silencio es, en ocasiones, tan intenso que suena como si fuera la rúbrica de un lugar, una sustancia casi tangible cuya presencia invade el espacio y se impone de manera abrumadora” ¿Cuál podría ser entonces el significado del silencio que trae consigo la pandemia?

El silencio puede tener la virtud de mostrarnos tanto lo ausente como aquello que emite mucho ruido sin decir nada realmente significativo. Por un lado, la pandemia ha develado en muchos países la ausencia de un Estado que entregue garantías mínimas de dignidad para todos y todas frente a los problemas sanitarios, sociales y económicos desencadenados por la emergencia viral. Por otro lado, nos ha puesto de manifiesto también el exceso de palabras, teorías y explicaciones de un discurso ideológico confiado en una economía de mercado mundial con una capacidad de regularse a sí misma y generar una respuesta global frente a una crisis global.

El silencio de la pandemia ha sacado a la superficie el hecho de que la globalización no es un proceso de integración multidimensional; más bien, lo que la globalización ha globalizado es exclusivamente una ideología económica. El desarrollo tecnológico, por cierto, ha acelerado las comunicaciones, acortado las distancias y facilitado, para quienes no están marginados de su progreso, la supervivencia a la peste. No obstante, todo ese desarrollo solo ha globalizado una respuesta económica con una ética silenciada ante la crisis mundial gatillada por el virus Covid-19. Así, el mercado mundial se ha transformado ahora en una “guerra” comercial por ventiladores mecánicos y una especulación económica de insumos médicos. En este contexto, la cooperación entre países poco a poco comienza a desaparecer y el escenario tanto mundial como local refleja que quienes acumulan menos riquezas simplemente tienen menos oportunidades para sobrevivir o resistir en condiciones humanamente dignas. Para un mundo globalizado e hiperconectado, la crisis pandémica ha dejado mayoritariamente una sola respuesta: el mercado. El silencio es así tan intangible como la mano invisible de un sistema financiero frío y codicioso que especula con la muerte.

El silencio del confinamiento nos ha enrostrado también la calidad de muchos de nuestros líderes mundiales quienes no escatiman en renunciar a la protección de los pueblos que representan por la continuidad incesante de la producción económica y las transacciones en el mercado. Líderes con discursos carentes de un contenido ético y político que atiende, más bien, a las exigencias de criterios excluyentemente economistas. O bien, un líder como el presidente Piñera quien aprovecha el silencio tras el estallido para fotografiarse en el símbolo de una plaza bajo cuarentena con el fin, quizás, de regalarse un mezquino triunfo personal que, en tiempos de pandemia, resulta ser una derrota para el sentido profundo de lo político.

No es la primera ni la última vez que la humanidad deberá enfrentarse a catástrofes naturales de todo orden. Más aún, el ser humano se ha construido a sí mismo en una tensión permanente con la naturaleza. Todo triunfo civilizatorio del mundo humano pareciera implicar el retroceso del mundo natural. Más progreso buscamos; más control necesitamos sobre la naturaleza: conocer las causas de sus fenómenos y ver en ella una fuente inagotable de recursos, utilidades y bienes de consumo. La pandemia, sin embargo, ha traído el silencio frente al incansable ruido de la modernidad como una oportunidad: no solo para que el puma baje de la montaña al silencio de la ciudad, sino también para que nosotros, los habitantes de esas ciudades, podamos aprovechar ese silencio para pensar cuáles han sido nuestros reales logros y fracasos como humanidad.

El silencio es también una invitación abierta a una reflexión libre del discurso unidimensional de las ciencias económicas y una política vaciada de sentido público. La historia de una pandemia necesita ser contada desde todos los relatos posibles incluyendo sus pequeñas cotidianidades. No obstante, ante la urgencia de hablar por hablar, decir algo importante, o entregar explicaciones acabadas y definitivas sobre lo que acontece, quizás simplemente podemos partir escuchando lo que el silencio del confinamiento saca a la luz. Antes de la llegada de la pandemia, la sociedad ya estaba enferma; la naturaleza solamente ha expuesto las injusticias e inequidades que se ocultaban en el ruido del mundo humano. El virus no tiene una ideología más que la inclinación, como todo en la naturaleza, de reproducirse y sobrevivir. Sin embargo, la respuesta humana ante la peste sí es ideológica y determina los compromisos éticos que estamos dispuestos a tomar con la humanidad.

El silencio es sobre todo una esperanza incierta (como toda esperanza) de una oportunidad de trasformación y cambio. El estallido social en Chile sigue resonando soterradamente con el silencio que trae la peste. Y, probablemente, gracias a este largo silencio, su explosión se escuchará con más fuerza y claridad que antes ante un sistema político y económico donde la ética y un sentido de humanidad están ausentes. Kafka, en sintonía con esta reflexión, nos regala una imagen literaria hermosa e inquietante: “Las sirenas disponen de un arma todavía más fatídica que su canto: su silencio. Y aunque es difícil imaginar que alguien pueda romper el encanto de su voz, es seguro que el encanto de su silencio siempre pervivirá”.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

 

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