Opinión: “La vida de los otros”
Hernán Guerrero Troncoso, académico del Centro de Investigación en Religión y Sociedad de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule.En las últimas semanas hemos podido apreciar cómo se ha radicalizado una tendencia que, con el advenimiento de las redes sociales, se ha convertido en algo cotidiano, a saber, la crítica destemplada –muchas veces ofensiva– a las acciones de los demás, incluso aquellas que entran en la más privada de las esferas. En este sentido, pareciera haberse instalado casi una obsesión por juzgar la vida de los otros según unos parámetros de lo que es bueno y de lo que es malo, los cuales aparecen como arbitrarios, ya que, a pesar de que puedan ser reconocidos como válidos por gran parte de la ciudadanía, no se sabe bien sobre qué fundamento reposan. En efecto, ¿a quién le debería importar si alguien se va de vacaciones a su casa en la playa un fin de semana largo, si toma las precauciones necesarias para evitar una eventual propagación del Coronavirus? ¿Qué tiene de malo si el Presidente, mientras pasa a saludar a los carabineros apostados alrededor del monumento a Baquedano, se saca una foto en el lugar que se ha vuelto un emblema del estallido social? Seis meses atrás, el fastidio ante esas acciones se hubiera considerado por mucha gente como una muestra de envidia o resentimiento, o bien como otra pataleta más de parte de quienes no pierden ocasión de atacar al Presidente. Ahora, en tiempos de crisis social y pandemia, acciones cotidianas resuenan de modos distintos.
Varios habían denunciado en los últimos años esta especie de manía por criticar sin distinción a los demás por el solo hecho de pertenecer a un grupo o a una institución que se hubiera visto envuelta en el escándalo, ya que con ello pagaban justos por pecadores y, en último término, se hacía un daño a las instituciones y a las personas que, de buena fe, hacían lo mejor que podían para llevar adelante su misión. Sacerdotes, políticos, militares, carabineros, todos por igual eran sospechosos de los delitos de unos pocos, quienes se habían aprovechado de su posición para hacer lo que se les antojara impunemente. Sin embargo, hasta ahora no había ocurrido que el manto de sospecha ya no recayera sobre esos “otros”, los abusadores, los corruptos, los torturadores, sino sobre todos por igual, como en el caso con el Coronavirus. Si bien en un principio se culpó de introducir el virus en el país sobre todo a esos “otros” que se podían permitir vacaciones en el extranjero, ¿no lo podían acaso transmitir igualmente los asistentes de vuelo, los pilotos, o cualquiera que viaja por motivos de trabajo? E incluso si solo quienes fueron de vacaciones hubieran sido los responsables, ¿cómo se podían haber imaginado tres o seis meses atrás, cuando programaron su viaje, que se iban a ver envueltos en esta vorágine? Ni siquiera se les podría acusar de negligencia, ya que no tenían cómo saber que esta enfermedad se iba a expandir como lo ha hecho. Pero en estos momentos en que el virus se instaló en nuestro país, cualquiera de nosotros puede ser agente de contagio, aun cuando nunca se entere, porque no desarrolla los síntomas. Rico o pobre, joven o viejo, somos todos sospechosos.
Se puede decir que esa sospecha, producto de la ignorancia e incertidumbre en la que nos encontramos a causa del Coronavirus, ha invertido la relación de los individuos con la comunidad, en lo que respecta al impacto que los gestos, acciones y palabras de aquellos tienen en esta última. Lo que haga cada uno le importa a los demás, porque el descuido o la negligencia pueden tener como efecto que ellos se contagien. Así, los términos en que la vida de uno posee un interés para los otros se trastocan. No basta con decir que a los demás no tendría por qué importarle lo que uno hace, si no contraviene las disposiciones del Gobierno o no pone en peligro a los demás. Como dichas medidas no han sido lo suficientemente drásticas, en vista de la gravedad de la situación, y como no hay manera de tener una certeza absoluta de que uno no contagiará a los demás ni será contagiado por otros, es necesario pensar de qué modo mis propias actitudes, mis palabras y mis acciones pueden afectar la vida de los otros. No se trataría, entonces, de una invasión de mi privacidad de parte de los demás, sino de una toma de consciencia de que mis acciones afectan a los otros, de maneras que no puedo ni prever ni establecer de antemano.
En este último sentido, es lícito criticar a quienes se fueron de vacaciones, ya sea porque eventualmente pueden constituir un agente transmisor del virus, o bien porque hacen ostentación de una normalidad que es violenta para las otras víctimas de la pandemia, los que están sin trabajo o sin medios para sobrevivir o al menos para cumplir con sus obligaciones económicas. De hecho, en estos momentos en que gran parte de nuestros compatriotas no saben cómo harán para ganarse la vida, quienes tienen la posibilidad de seguir con su vida con relativa normalidad se deben considerar privilegiados y, al seguir con su rutina, le echan en cara a los otros ese privilegio. A su vez, es lícito criticar al Presidente, porque no solo debería haber dado el ejemplo quedándose en su auto para acatar la cuarentena, sino que también el apoyo a Carabineros en el lugar donde hay gente que ha sido golpeada, ha perdido la vista, incluso la vida, ahora que las demandas sociales están suspendidas por el virus, violenta a la gran mayoría que exige cambios. Es más, en tanto primera autoridad, sus gestos, sus acciones, sus palabras, todo su quehacer está sometido al escrutinio público, no para hacerse más o menos querido por los ciudadanos, sino por la dignidad de su investidura. Una foto en el monumento a Baquedano, rayado entero con consignas en su contra, en medio de una plaza vacía y bautizada “Plaza Dignidad”, no reivindica su figura ni restaura su autoridad. Son más bien las decisiones que adopte en beneficio de todos los chilenos las que decidirán su lugar en la historia. Finalmente, es posible darse cuenta que, en el caso de las instituciones afectadas por escándalos, no basta con proclamar la propia inocencia, sino que es necesario volver a construir la confianza aplastada bajo el peso de la corrupción y los abusos, mediante actitudes, acciones y palabras que demuestren un compromiso con los valores que animan a la institución y que sirvan de modelo a la vida de los otros. La impunidad de los depredadores sexuales o monetarios se mantenía gracias al silencio o la ignorancia de quienes no cometieron delitos, pero que, por el motivo que fuera, no quisieron o no fueron capaces de hacer nada, o no supieron cómo.
Es así que el Coronavirus, en su avance implacable y despiadado, no solo se ha convertido en un agente de enfermedad y muerte, sino también de verdad, en la medida en que muestra tal cual son, en su deficiencia y fragilidad, los fundamentos sobre los cuales reposa eso que llamamos cotidianidad y, a la vez, el estrecho vínculo que une las vidas de los unos con las de los otros.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.