Opinión: La evaluación en un contexto de incertidumbre: una mirada para remontar el momento y descubrir otros sentidos
Dr. Gerardo Sánchez S. académico del Departamento de Formación Inicial Escolar de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Católica del Maule.
La evaluación a partir del siglo XIX, y al alero de la escolaridad obligatoria, se ha convertido en una invención inseparable de la enseñanza, con intención preferente de aprobar, promover y certificar mostrándose, en general, disociada de los procesos de enseñanza y aprendizaje y en la actualidad, anclada a la rendición de cuenta. Su administración y uso se justifica por la necesidad de determinar la eficiencia de los sistemas educativos a través de la medición del logro de los aprendizajes de los estudiantes. En torno a esa racionalidad, se termina por olvidar su principal propósito: estar al servicio de las decisiones pedagógicas para impactar en la mejora de los aprendizajes, resultando así, útil en el aula. El problema adquiere relevancia en la actualidad, cuando el escenario de incertidumbre derivado del contexto global de crisis sanitaria sitúa a la humanidad y sus quehaceres, entre ellos el educativo en general y el evaluativo en particular, frente a nuevos desafíos y requerimientos de revisión, replanteamiento y proyección de sus fronteras y alcances. La estructura educativa formal, los paradigmas vigentes y los procesos educativos cotidianos están perdiendo sus certezas.
En un escenario de crisis social primero y ahora sanitaria, la evaluación tiene la oportunidad de fortalecer su función pedagógica y con ello, impactar el aprendizaje de los estudiantes.
Sin embargo, pese a que la realidad es tremendamente clara en sus señales, cambiar los usos no siempre es tarea fácil, por el contrario, perviven y se resisten a ser superados. Así, en el momento actual, en que la escuela se ha desplazado a los hogares, en que la didáctica del profesor se ha tenido que adaptar sobre la marcha a las nuevas condiciones, en que la tecnología nos da la posibilidad de encontrar un aliado para el proceso educativo, en que la incertidumbre desde la que siempre se especuló, hoy es realidad y nos permite reaprender. Ahora, que la fragilidad humana se instala y condiciona todo esfuerzo educativo, que nos damos cuenta del impacto personal, social y emocional de estudiantes, profesores y familia, los discursos oficiales respecto a la evaluación se siguen pensando desde las lógicas de la certidumbre, confirmando las serias dificultades que tenemos para repensar los procesos educativos. Los anuncios en torno a la aplicación del SIMCE o del proceso de Evaluación Docente para el año en curso, confirman la subordinación de lo educativo a la lógica normativa del control y la estandarización, debiendo justificar ante la opinión pública la incapacidad para priorizar y dar señales de perspectiva y no miopía, de flexibilidad y no rigidez. En el escenario que se vive es imperioso sintonizar con la subjetividad de los actores –estudiantes, profesores y familia – quienes enfrentan las dificultades que está significando asumir el proceso educativo. En el caso de los estudiantes, sus demandas de contención emocional; en el profesorado, la sobrecarga que el trabajo remoto implica a la hora de intentar compatibilizar la demanda por el avance curricular y las necesidades socio afectivas de sus estudiantes, más allá de la priorización curricular en curso; y en el caso de las familias, el lidiar con las “tareas enviadas” a la casa para las cuales no siempre se tiene preparación ni condiciones para ofrecer la ayuda que requieren sus hijos. En consecuencia, la evaluación necesita replantearse y orientarse a su rol formativo, al servicio de decisiones didácticas que permitan recoger evidencia de las tareas claves docentes: ¿hacia dónde vamos?, ¿dónde estamos? y ¿cómo seguimos avanzando? No podemos soslayar, minimizar ni seguir postergando la discusión sobre los usos y abusos en torno a la evaluación, así como tampoco al servicio de qué finalidades se coloca, lo cual por cierto requiere sensatez de quienes a nivel central toman decisiones y afectan, finalmente, el quehacer en las aulas de clase, agregando presión y agobio innecesario, en lugar de comunicar flexibilidad y confianza en sus docentes. No resulta extraña la sensación de molestia cuando los discursos oficiales en relación a la evaluación comunican escasa sensibilidad con los contextos y circunstancias en que se intentan desarrollar los procesos de enseñanza – aprendizaje, anclados en los tradicionales usos y prácticas que cada cierto tiempo justifican y relativizan. Es tiempo de avanzar en una nueva mirada en la evaluación, más vinculada a la posibilidad de hacer efectiva la evaluación para aprender y desde ahí, cabe además la chance de repensar la naturaleza de la formación y el trabajo docente. Trabajo que en tiempos de incertidumbre está significando probar, experimentar y ensayar teniendo siempre como foco la relación pedagógica. Enseñar hoy es decidir en contextos de cambio e incertidumbre, en función de lo que efectivamente ocurre en la sociedad, remontando el momento para descubrir otros y nuevos sentidos.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.