Opinión: “Kiev mon amour”
Javier Agúero, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Publicado originalmente en El Desconcierto.
A propósito del ciclo de cine organizado por el Centro de Extensión Universidad Católica del Maule y el Centro de Investigación en Religión y Sociedad (CIRS), también de la UCM, sobre La Nouvelle vague francesa, considero que es posible decir algo, poco, sobre una de las películas que han sido parte de la muestra. Me refiero a Hiroshima mon amour (1959) del director Alain Resnais.
Y como siempre será necesario partir por algunas preguntas a las que la misma película nos dirige: ¿es posible amar en Hiroshima después de la bomba atómica? Es decir ¿después del holocausto? ¿después del desborde de la racionalidad y la civilización sometida a la barbarie? ¿cómo se puede hacer el amor ahí donde todo lo que quedó fue el degenerado reflejo de Tánatos?
La película, en lenguaje cinematográfico en estado puro, pareciera deslizar, sin prevenir, estas preguntas. Como si el amor no tuviera ecosistema preestablecido ni ideal, teniendo una posibilidad más allá de esos cálidos veranos donde parejas se plantan frente a puestas de sol recortadas en el horizonte, o donde el vaivén de las góndolas venecianas diseñan postales pletóricas de preciosismo: no. Algo así como el amor también puede desatarse en un escenario diseñado por el espanto y en el que la radioactividad –química, fisiológica, histórica y filosófica– condena el porvenir de una ilusión (Freud), arañado por el despunte del infierno más vívido, más real.
Conocida es la frase que firmaba Theodor Adorno: “[…] después de Auschwitz, ya no está permitido escribir poesía, no da en el blanco”. O sea, después del mantra desplegado por aquello que el poeta Paul Claudel llamó “Las monstruosas orgías del odio”, no habría inspiración posible, lírica alguna, y todo lo que pretenda ser escrito, invocado o conjurado desde la enajenación nazi no sería más que una oda a lo irrepresentable (J.L. Nancy), a aquello que en definitiva sabotea la poesía y la apuñala infinita veces, sin escape para los cuerpos mutilados por una historia pavorosamente diseñada al compás de la partitura bufa, pero mortal, del salvajismo.
Lo que escandaliza y degenera nuestro “espíritu” (palabra que está fuera de mi repertorio, pero no se me ocurre otra), lo que distorsiona cualquier imaginario moral en esta línea, es que el hombre ha sido lo que ha querido ser, y esto en nombre de un Dios, de una bandera, de cualquier libro (llámese sagrado) o no importa cual ideología supremacista. Lo advertía Víctor Frankl: “Es el ser que siempre decide lo que es. Ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo ha entrado en ellas con paso firme, cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Israel en sus labios”.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek dirá, muchas décadas después, que en realidad no es la poesía lo que es imposible después de Auschwitz, sino la prosa, en un intento por describir que la historia de la infamia es un relato en sentido amplio que extiende su continuación, su estructura e incluso su concepto. Más allá de la poesía, la historia de la humanidad sería un romance largo, algo así como una secuela infinita de películas dirigidas por Alfred Hitchcock, con guiones de David Cronenberg o David Lynch, actuada por Klaus Kinski, Boris Karloff o Anthony Perkins, sumando un extenso reparto de figuras diseñadas para aterrorizar.
Ahora, concretamente, Hiroshima mon amour, más allá de la enorme riqueza del montaje, la fotografía, las actuaciones –sobre todo la de la avasallante Emmanuelle Riva– y el guion de Margarite Duras, nos lleva a preguntarnos por aquello que es inconmensurable, imponderable, preguntarnos por el amor que surge en el páramo de la obsolescencia, de la deformidad de los cuerpos alcanzados por las ojivas atómicas y que derivarán en generaciones y generaciones de mutaciones genéticas (hasta hoy). Amor y horror parecieran confundirse en una sola y misma madeja traumática, en donde se necesitan implacablemente para germinar en ese “bosque oscuro del error” que recorrieron, como arqueólogos de lo demoníaco, Dante y Virgilio en La divina comedia.
En sentido estricto el cliché que se repite es “Paris mon amour”, lo que tendría sentido si creemos que se trata de una ciudad fabulosa y artificialmente construida para que las historias de enamorados ocurran una tras otra de cara al ojo imperturbable del río Sena, del Montmartre, de los Jardines de Luxemburgo, etc. París ha sido un articulado, un destino que al amparo de sus infinitas calles con sus finos recovecos resuena en la cultura popular como la ciudad del amor, aunque no sea más que una tanda comercial y estéticamente bien organizada para atraer turistas que ensueñan un paseo por lo Elíseos.
Pero afirmar “Hiroshima mon amour” es otra cosa, es un paso, quizás, a la más cruel de las ironías. ¿Cómo no temblar frente a este sujeto y este predicado? Duras, que como dijimos es el genio tras la historia, sabe en este sentido que este juego es casi imposible. Y es necesario insistir en el “casi”, puesto que al parecer el amor podría darse ahí donde no hay órbita posible que lo contenga, donde nada podría dejar suponer que algo así como amar podría llegar a ser.
Al mismo tiempo, la historia de esta película es también una que tiene que ver con una memoria y con un olvido, con un viaje al pasado, con el desgarro de lo irremediablemente perdido, de aquello que se desapareció en las tinieblas de la guerra. Es un cuento que entre el erotismo y la catástrofe le permite a la protagonista recordar al soldado nazi del cual se enamoró en su más temprana y noble juventud, por primera vez en su vida. Hiroshima emerge de esta manera como el paisaje imperfecto, desajustado, horroroso y que gracias al viaje memorístico del que hablamos, se transforma en un desierto florido, lleno de belleza; la misma que, y más allá del horror, permite recordar, quizás volver a amar y, también, olvidar, asumiendo que, tal como lo decía el filósofo Paul Ricoeur, la memoria y el olvido son una sola y misma cosa.
No habría que dejar pasar que se trata, igualmente y al modo minimalista, en blanco y negro y de bajo presupuesto de la Nouvelle vague, de una película histórica, situada en un momento de fractura profunda, en una grieta de espanto por donde se filtró una humanidad alienada en un momento radicalmente crítico. La obra recorre laberintos psicológicos densos e intensos; memorias licuadas por el corrosivo color de una guerra que arrasa todo lo que encuentra a su paso. Así, es una película que hoy, más que nunca, nos sigue increpando y que nos lleva al mismo lugar común; terrible, pero común.
Entonces nos preguntamos, en este único y singular “ahora”, ahora ciego en el que el mundo es arrastrado, a propósito del narcisismo desmadrado de un dandi siberiano que cabalga con pistolas siempre dispuestas y del apetito voraz de las superpotencias que identifican en esta herida abierta la posibilidad de extender su perímetro de influencia; ahora, en que una guerra nuclear ya no habita en el delirio de prédicas escatológicas sino en el más brutal principio de realidad; justo ahora, en que miles de muertos nos asedian y millones de desplazados se querellan frente a nuestra natural indiferencia, repetimos, nos preguntamos: ¿es posible amar en Ucrania? ¿podrá emerger el amor durante o después de esta guerra fratricida que pinta larga y reconfigurativa de un nuevo orden?
¿Podríamos titular esta historia Kiev mon amour?
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.