Opinión: “El indulto de Gabriel”
Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
(Publicado originalmente en El Desconcierto)
Una de las interpretaciones que se le da a la palabra indulto (del latín indultus) es “tener largueza”. Y es quizás desde aquí que podríamos intentar un primer análisis de lo que ocurrió ayer en Valparaíso, en donde Gabriel Boric decidió, por atributo constitucional propio del Presidente de la República, indultar a 12 presos políticos de la revuelta de octubre más al ex frentista Jorge Mateluna. Son dos casos distintos, pero envueltos en una misma trama.
“Tener largueza”, ir más allá, extender, abandonar el quietismo y entrar en el movimiento; desprenderse de cualquier sedentarismo y expandirse como una banda nómade hacia una zona en la que, en este caso, lo que irrumpe como acontecimiento incalculable es algo así como “una” justicia; no “la” justicia, sino una que es dicha y ejecutada a modo de liberación; libertad, abandono de la prisión o derrumbe de los barrotes patoteros; una justicia que contradice el contexto y arriesga los acuerdos y, entonces, el futuro inmediato de un país que busca frenéticamente, y a toda costa, constitucionalizarse y abandonar la justa anomia producida por la más abyecta e inmemorial cultura de los abusos; la misma que un pueblo enfrentó a punta de reivindicaciones, marchas, cantos, primeras, segundas terceras e infinitas líneas; aquellas que –más allá de los perdigones, la enajenación bio-ocular de las policías y los obituarios que entraron en régimen– resistieron y permitieron a todas y todos los que venían detrás avanzar. Crear, sino un poder popular, al menos, y lo que es mucho, un metabolismo social y cultural acelerado en donde el célebre oasis de Piñera se descubría en su más profunda mentira; nunca fuimos un oasis, sino un páramo arrasado por la desigualdad, el margen perpetuo; por el determinismo histórico al que condena la cuna y del cual, casi nunca, es posible escapar.
Por estas razones, siento, el indulto del Presidente hizo “una” justicia.
Hace unas semanas escribí una columna en la que critiqué fuertemente a Gabriel Boric por su alabanza a Aylwin al ser monumentalizado en el frontis de La Moneda lanzando, entre otros, a la figura de Allende al patio trasero; favoreciendo con este gesto no solo el ensalzamiento de una figura que se involucró a favor del Golpe, sino que instaurando –con la estatua– una suerte de significante amo que termina por definir que lo que nos es más propio, lo puramente nuestro, el ethos de un país o el tinglado sociológico e histórico más determinante, este es la transición, el pactismo, el cogobierno con Pinochet, en fin. Aún me duele esta concesión brutal y no dejará de dolerme nunca.
Sin embargo, al liberar a estos 12 jóvenes, Boric volvió a ser Gabriel, al menos así lo sentí y así me emocioné. Volvió a ser el político cuya juventud y elocuencia no iban de la mano de ningún pacto (aunque esto sea lo que exige este momento político y lo puedo entender), de ningún monumento transicional ni menos de torsiones itinerantes, sino de aquel que en su retórica lanzaba belleza, rebeldía al tiempo que la esperanza de un país que podía recuperar la dignidad extraviada. Como sostuvo una emocionada Fabiola Campillai, la gran precursora de esta liberación, “agradezco la humanidad y cariño a su pueblo”.
“Estos jóvenes no son delincuentes”, apuntó el Presidente, abriendo con estas cinco palabras la ruta hacia un umbral en donde la vandalización del estallido de octubre y la banalización de la revuelta parecía llegar, al menos en el relato ominoso, a su fin.
No son palabras cualesquiera. Significan y distribuyen sentido no solo a las familias que vivieron el transido horror de ver a su gente abarrotada: también a un país que, plagiado por la furia conservadora, había logrado construir el imaginario de que todo lo que había pasado no era nada más que un cimbronazo delincuencial sin soporte histórico ni fundamento social alguno; solo eran unos cuantos y cuantas millones de delincuentes que se tomaron las calles de todo el país con la única intención de asaltar el Palacio de Invierno e instalar sus soviets de octubre 2.0. Para esta furia nunca hubo abusos, jamás existió la desigualdad y de ningún modo Chile era un país sin justicia social, sino, nuevamente, un “oasis” pletórico de humanidad y solidaridad.
Evidente que la derecha reaccionó sin novedad en el frente, como de costumbre, y en un acto instantáneo (reflejo) tensionó el acuerdo nacional por la seguridad –esto reviste de aún más coraje a la decisión de Gabriel–, con las amenazas cargadas y el cuchillo en los dientes. Todo esto porque siempre han entendido que la seguridad tiene que ver con el castigo, con el encierro, con los calabozos, sin detenerse un segundo a considerar que la seguridad misma no es un canon militar, sino una fórmula superior que le permite a un país vivir, tanto como se pueda, en paz.
La paz social no se trata simplemente de la ausencia absoluta de conflictos (esto es imposible) sino de la presencia de justicia, y en esto Gabriel Boric estuvo a la altura y nos regaló, a quienes creemos en que no se puede criminalizar la energía liberada de un pueblo históricamente subordinado, el más hermoso regalo de este 2022 que se va: el indulto a los presos políticos de la revuelta de octubre de 2019.
Ahora, estos 13 hombres libres, podrán decir: Que mis raudales sigan, que vuelva en flor la vida libre, espíritu del viento, aliento de llovizna (Elicura Chihuailaf).
Feliz año nuevo.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.