Opinión: “FICCIÓN DE LA RAZÓN”
Dr. Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía UCM.
(Publicado originalmente en Ficcion De La Razón)
Gaza: banda de tierra situada en el Oriente Próximo. Limita al suroeste con Israel al noreste de la península del Sinaí y al oeste con el mar Mediterráneo (pareciera que el Estado de Israel quisiera empujarlos al mar, así, sin más, en una suerte de solución fácil pero final). Sus fronteras son tubérculos que salen de una mapa planificado y dibujado por la deletérea mano del imperialismo, de la crueldad que está sola, desamparada, y sí, así podría entenderse.
La crueldad no tiene padres, ni ciudadanía, ni genealogía; tampoco hay ley sobre ella, es el más extremo y absoluto páramo libre en su indeterminación; crueldad desregulada, anárquica, autotutelada, anómica, sola de abyecta soledad y que en su reproducción se deja llevar por el flujo del genocidio que nunca tiene fin; uno que no tiene límites, que no reconoce hitos ni demarcaciones y si tiene algo así como un descanso es, justo, cuando el objeto de su fobia tanática es, por completo, exterminado.
2. Más de 41.000 palestinas y palestinos han muerto. Se cuentan, también, en más de 100.000 los heridos. Crisis humanitaria: el infierno de la basura, niños y niñas viviendo entre las ratas y el hambre; ríos fecales atraviesan la zona en todos los puntos cardinales; totalidad de la infraestructura colapsada. El agua está contaminada. Mientras los bombardeos martillan el cotidiano y esquivar las bombas se vuelve rutinario y la muerte es el horario siguiente, siempre está, ahí, dejándose ver en el minuto sucesivo. No se trataría de entender la muerte como la certeza existencial típica o como la que es parte de una espera natural. Tampoco pensamos en una muerte accidental que llega intempestivamente, siempre trágica, y que corta una vida que se aferraba a un proyecto. Es la muerte como un vibrato; vibrato que es inciso y va, siempre ahí, haciendo temblar; vibrato de muerte que no se percibe, sino que “se vive” en la península de un yo que al que se le arrebató el miedo como emoción excepcional –éste devino ordinario–.
Es “espanto”. El espanto no puede expresarse, no se transmite, es una “experiencia radical e interior”, al decir de Bataille y pauperiza la existencia a un nivel desconocido. El espanto es sin rostro, sin ruido, sin pánico, sin ánimo; es más bien la reminiscencia del instante de muerte que se eterniza al compás de la partitura bestial de lo inimaginable. Espanto es morir a cada segundo sin morir; morir en todo ahora sin desparecer. Es seguir vivo o viva y haber superado el temor a la muerte, habitar en un más allá del temor a la muerte misma, porque ésta se trucó en “mesianismo sin mesías”, dirá Derrida. No se encarna, no llega, siempre se espera, pero nunca es algo, solo, de nuevo, vibrato; noche sin día y día sin noche, imposibilidad perturbadora y exasperante de no morir nunca. Muerte que nunca es archivo de nada, no se imprime en ningún cuerpo, solo vibra en el corazón de las vidas atormentando desde su desbordada plenitud. Espanto es constatar que la muerte es más que nunca, que no palidece ni se agripa, no flaquea ni se debilita. Por el contrario, es salud, júbilo y carnaval que adquiere la proteína de sí misma, es decir, la muerte se alimenta de la muerte y siempre vuelve a sentir hambre; hambre de muerte, de extinción sin colofón.
Lo que se revela en las pulsiones genocidas es la regeneración incesante de una insatisfacción.
Entonces ¿podemos “figurarnos” esta muerte-viva? ¿tiene representación Auschwitz? ¿tiene forma Gaza? ¿fue posible alguna vez Villa Grimaldi?
3. Ahora se trataría, al menos inicialmente, de “[…] exponer la invisibilidad mediante los testimonios que nos fueran contemporáneos”1. La cita es de Jean-Luc Nancy y una de las que abren el libro La representación prohibida. Aquí el filósofo advierte que la representación no será un tema de presencia, sino más bien de “invisibilidad”, del acontecimiento invisible. Por decirlo de otra forma, se trataría de un decir (testimoniar) desde un aquí y un ahora lo que no aparece ni se evidencia, pero que, no obstante, se insinúa en lo que le es propiamente invisible, negado para los ojos y para un tipo de mirada que podríamos denominar empírica, atávica en su historicismo.
Y esto irrepresentable para Jean-Luc Nancy es el otro, y es urgente que así sea; lo señala casi a modo de un grito:
Por favor, ¡que llegue lo otro! Y cuando lo otro llega, cuando se hace presente […] la presencia es precisamente esto: que ella es lo otro, siempre infinitamente improbable, inalcanzable, lo que podría haber sido capaz de no haber venido, haber sido capaz de romper la promesa, de incumplir el amor2
El otro –Gaza– como lo infigurable; como el siempre incalculable gesto de lo inanticipable que no se pondera ni se mide; acontecimiento sin tiempo y sin espacio predeterminado que invade, sin previo aviso, la normalidad de lo representado dinamitándolo y, ahora, desfigurando la sociología y lo nómico, pero ciertamente neutralizando nuestras certezas relativas a la tranquilidad de nuestro mundo plagado de apariciones, de manifestaciones y de imágenes que nos apaciguan en el centro y el confort de la contingencia.
Así, eso otro que es Gaza deviene invertebrado, informe; el monstruo que pone en riesgo todo nuestro saber y un mundo: “[…] para que sea posible reparar en una perversión (o verla, o discernirla), es preciso que se plantee una normalidad. Fue necesario que se supusiera una identidad normal y normativa”3.
Y es aquí donde radica el riesgo de que lo otro nunca nos llegue; de que, al final, no seamos capaces más que de retorizar el espanto sintiendo el impacto, pero, igual, normalizando lo perverso. La guerra y el genocidio en este punto se precipitan como lo irrepresentable mismo que descansa en “lo normal”, ahí, coagulados. Y así como aquellos y aquellas que ya no temen a la muerte porque ésta ya no es resentida como el tajo que corta la vida, nosotros podemos no estremecernos más con el horror puesto que, sin más, ya está, se nos figuró y se entronó como la imagen de lo que no tiene imagen y que viene, con toda su carga testimonial y ética, a no ser más que la programación rutinaria, una parrilla televisiva, un protocolo, la burocracia planificada que invade la indiferencia.
Gaza es el otro en toda la magnitud que se aloja en estas tres palabras; también el espanto de lo infigurable frente a lo cual, y en espiral común y corriente, no tenemos “la impresión”.
1 J-L. Nancy, La representación prohibida: Seguida de La Shoah, un soplo. Madrid: Amorrortu, 2007, p. 10
2 J-L. Nancy, The Birth to Presence. Stanford: Stanford University Press, 1193, p. 357
3 J-L. Nancy, La representación prohibida, op. cit., p. 13
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.