Opinión: “¿Está el horno como para un nuevo Código Penal?”
Roberto Navarro Dolmestch, Doctor en Derecho. Profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Católica del Maule.
(Publicado originalmente en CIPER Chile)
El Presidente de la República presentó el 7 de enero de 2022 ante la Cámara de Diputadas y Diputados un proyecto de ley (Boletín 14.795-07) que pretende convertirse en un nuevo Código Penal que sustituya al que está en vigor, y que data de 1874. Por varias razones, nada hace pensar que en esta oportunidad el proyecto vaya a llegar a buen puerto, y consiga sustituir al código punitivo promulgado bajo la presidencia de Federico Errázuriz Zañartu. Junto con una posición pesimista sobre el éxito de esta empresa, estimo que la estrategia del Ejecutivo debería revisarse (y enmendarse).
Mi pesimismo se funda en que todos los intentos previos por sustituir el Código Penal han fracasado; y no han sido pocos los esfuerzos que se han empeñado en ello. En 2014, el entonces presidente Sebastián Piñera también presentó un proyecto para sustituir el Código Penal (Boletín 9274-07). El texto fue elaborado por un conjunto de profesores de Derecho penal convocado para ese efecto por el Ministerio de Justicia. Se criticó entonces la designación a dedo de esa comisión, y que esta haya sido integrada solo por hombres, habiéndose excluido a académicas del área.
Pero ya once años antes, el Presidente Ricardo Lagos había conformado la «Comisión de estudio para la elaboración de un Anteproyecto de Código Penal o Comisión Foro Penal», en 2003. El trabajo intenso de esta Comisión no llegó a convertirse en un proyecto de ley (solo llegó a la etapa de anteproyecto), pero todo el material y el resultado generados son de consulta pública y tienen gran interés académico (los documentos pueden consultarse aquí). En otros momentos del siglo XX también se hicieron intentos afines, institucionales y personales, de los cuales puede consultarse abundante información en los manuales y texto de estudio de Derecho penal.
Todos estos intentos surgieron en momentos de relativa tranquilidad institucional; o sea, en escenarios muy distintos al actual. Y es aquí donde surgen las razones para concluir que la actual estrategia del Ejecutivo sobre este tema debería enmendarse.
Si consideramos el clima de excesiva polarización política como elemento sociológico, por un lado, y el desafío constitucional en marcha, por otro, es posible pronosticar que los esfuerzos no van a estar concentrados en consensuar un nuevo Código Penal. De hecho, es cuestionable incluso la viabilidad política de decidir poner sobre la mesa legislativa esta discusión, cuando, paralelamente, el debate se concentra en asuntos como el cambio constitucional, que requieren de no pocos esfuerzos.
La lógica indica que antes de ponernos a discutir sobre un nuevo código punitivo, deberíamos alcanzar consensos sobre cuestiones básicas, tales como si adoptamos o no un Estado social de derecho o el catálogo de derechos fundamentales asegurados por una nueva Carta Magna. Sobre todo, porque un cambio constitucional podría traer consigo la necesidad de adecuar normas penales a esas nuevas definiciones constituyentes. Asimismo, si consideramos el rumbo demagógico que ha tomado el Congreso en la adopción de medidas legislativas para hacer frente a lo que se denomina la crisis de seguridad ciudadana, no parece ser este el mejor momento para diseñar un nuevo Derecho penal. Un proceso de reforma legislativo en medio de un ambiente en el que la libertad es sacrificada sin mucho análisis por la protección de otros bienes no necesariamente de mayor estatus jurídico, no se muestra como auspicioso desde una perspectiva garantista.
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Una de las razones que parece estar detrás de la frustración de todos los intentos previos por un nuevo Código Penal para Chile ha sido la pretensión de sustituir toda la regulación existente por una nueva, pero desconociendo los acuerdos y consensos ya alcanzados y que están plasmados en la legislación en vigor. Este es un aspecto en el que se juegan elementos democráticos básicos. Se puede estar más o menos de acuerdo con el contenido de la ley en vigor, pero lo que no se puede hacer es negar que ella fue producto de los acuerdos propios en los que se mueve el proceso legislativo, los que no son, si no, de carácter político.
No puede pretenderse sustituir acuerdos ya alcanzados a favor de nuevas reglas legales que, por meritorias y académicamente adecuadas que parezcan, sean sustancialmente distintas a las ya zanjadas. Un ejemplo es proponer dejar fuera todas las normas actuales que sancionan el femicidio —incorporadas recientemente, entre 2020 y diciembre de 2022— porque una nueva sistematización pudiera parecer más compatible con determinadas ideas de académicos de Derecho penal. O reducir la pena del delito de robo con intimidación a solo 8 años de privación de libertad, cuando en la actualidad ella puede llegar hasta los 20 años de presidio. Que esta última es desproporcionada, ¡qué duda cabe!, pero intentar morigerla a través de una reforma orgánica a todo el Código Penal se muestra como inconveniente y, a la vez, inviable.
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Es cierto que desde que nuestro Código Penal entró en vigor ha pasado casi un siglo y medio, periodo que haría recomendable un cambio. Sin embargo, y en estricto rigor, el actual Código Penal se parece cada vez menos al que se aprobó en el siglo XIX; y en algunas partes, lo que rige hoy ya no tiene semejanza alguna con la primigenia regulación. Por ejemplo, las vigentes descripciones de delitos sexuales no tienen vínculo alguno con los decimonónicos delitos de estupro, abuso sexual o violación; y del mismo modo se ha modificado sustancialmente la regulación de los delitos contra la propiedad por apoderamiento (una materia en la que el legislador del siglo XXI ha sido especialmente productivo) o se ha incorporado parcialmente la violencia machista dentro del catálogo de las prohibiciones penales, etc.
En apretada síntesis, se puede sostener que al Código Penal de 1874 se le ha introducido, por parcialidades, un rediseño. Ello se manifiesta en la despenalización de figuras originalmente previstas, la adaptación de otras a las exigencias del sistema democrático o la modernización e incorporación de nuevas descripciones con diferentes niveles de necesidad. Y lo mismo puede decirse, por ejemplo, de la pronta promulgación de la ley que «actualiza los delitos que sancionan la delincuencia organizada, aplica comiso de ganancias y establece técnicas especiales para su investigación», ya aprobada por el Congreso y en espera del control preventivo de constitucionalidad de algunas de sus disposiciones por el Tribunal Constitucional. Esta futura ley introduce una modificación con carácter orgánico a la parte general del Código Penal con relación al comiso (como pena y como consecuencia accesoria) y al actual delito de asociación ilícita, que pasará a tener una nueva fisonomía como asociación delictiva o criminal.
Pero, adicionalmente, se siguen tramitando otras reformas al Código Penal actual. Una de las más extensas es el proyecto de ley de delitos económicos y contra el medio ambiente (Boletines N° 13205-07 y 13204-07, refundidos), actualmente en tercer trámite constitucional ante la Cámara de Diputadas y Diputados. En la práctica, este proyecto de ley representa un petit Código Penal, con reglas especiales sobre circunstancias modificatorias, determinación e individualización judicial de la pena y su ejecución.
Podría sostenerse que el andamiaje del Código Penal —esto es, su macroestructura— ha actuado como una pesada carga para la modificación y actualización de nuestro ordenamiento punitivo. Sin embargo, estimo que esa inercia es más propia de un rasgo cultural que de una carga real; y se ha usado como justificación para no introducir figuras que creo necesarias, como, por ejemplo, delitos contra los derechos de los trabajadores. Culturalmente, nos cuesta hacer cambios. De hecho, y con la sola honrosa excepción del Código Procesal Penal, todas las sustituciones de códigos se hicieron en dictadura (Códigos del Trabajo, Tributario, de Aguas, de Minería y Aeronáutico); esto es, en un período en el que la discusión y deliberación democráticas estaban sustituidas por el poder de fuego de los fusiles. Y entre los códigos no sustituidos, hay dos decimonónicos, además del Penal (Código Civil y de Comercio), uno de principios del siglo XX (Código de Procedimiento Civil), dos de la primera mitad del siglo pasado (Código Orgánico de Tribunales y el de Derecho Internacional Privado) y uno de su segunda mitad (Código Sanitario). A pesar de la vetustez de nuestros Códigos, todos han sido ampliamente reformados. Pero tendemos a modificarlos, incluso forzando su estructura ante los cambios. Esa resistencia a la sustitución es, insisto, una clara muestra de una característica cultural.
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Pese a lo aquí expuesto, creo que no puede dejar de discutirse que el Código Penal necesite de reformas profundas. Las más claras en este sentido son la incorporación a su parte general de dispositivos que han sido propuestos por la dogmática, y que los ordenamientos más modernos han ido incluyendo. Es necesario que el legislador tome decisiones sobre esas propuestas hechas por las y los profesores de Derecho Penal. Me parece necesario, por ejemplo, que nuestra legislación introduzca normas generales sobre los efectos de los distintos errores en que puede incurrir quien ejecuta un delito (como el cazador que cree que dispara a un oso, pero es, en realidad, otro cazador a quien mata; o quien ejecuta un delito, pero sin saber que esa conducta es constitutiva de delito), sobre la concurrencia a un mismo hecho de dos o más normas penales (como el caso del que mata a otro: ¿responde solo por el homicidio o también por el delito de daños causado al traje de la víctima por la bala homicida?), sobre el tratamiento de la omisión, etc. Nuestro Código Penal, al ser el último decimonónico en vigor, contiene una fuerte inclinación a las penas privativas de libertad y, a fuerza de reformas, ha ido ampliándose su catálogo de penas a otras consecuencias del delito distintas de la privación de libertad. Asimismo, aún prevé un sistema de penas en grados (presidio mayor en su grado medio o reclusión mayor en su grado máximo, por ejemplo). La conveniencia de que un sistema deba ser cambiado por otro de penas expresadas en períodos determinados (por ejemplo, pena de 1 a 3 años de prisión) no me queda del todo clara, pero sí amerita una discusión.
Sin embargo, las necesidades de regulación no se atienden, obligadamente, sustituyendo el Código Penal por otro completamente nuevo. Creo que debería adoptarse una estrategia diferente. Esta debería configurar una política de Estado a un plazo determinado (por ejemplo, diez años) que se materialice en leyes de reformas parciales al Código Penal, de la misma forma en la que Alemania Federal enfrentó el problema en la década de 1960. Una primera ley de reforma al Código Penal debería enfocarse, a mi juicio, en la parte general de la legislación punitiva. Una segunda ley, al sistema de penas. Y unas leyes sucesivas, a la modernización y sistematización de grupos de delitos de la parte especial (por ejemplo, la actualización de los delitos contra la seguridad exterior del Estado y la actualización de aquellos contra la seguridad interior en clave de derechos, como delitos contra el orden democrático y constitucional).
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.