Opinión: “El día después: de cara al nocturno”
Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
(Publicado originalmente en El Desconcierto)
Cuesta abarcar en una columna de opinión lo que ocurrió ayer. Son demasiadas las derivadas, los rizomas, las múltiples lecturas que podrían darse en torno a un proceso que no culmina, sino que, probablemente, esté en su punto intermedio pero que, sin embargo, discurre a modo de historia conocida y no resulta, desde ningún ángulo, irracional, extraña, incoherente o sin antecedentes. Es la historia de Chile, la de su oligarquía que jamás ha tenido óbices reales, contrapesos, rivales del mismo tonelaje.
Debo intentar arrancar entonces desde lo que puede parecer críptico, rebuscado y sin arraigo; no obstante, pienso, sin planear no se aterriza y no es sin naufragio que se avizora alguna costa por difusa que sea.
En su libro Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1896), Nietzsche se preguntaba: “¿Qué es la verdad? (…) Una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias”.
Es probable que lo que esté a la base de los resultados de las elecciones de este domingo responda exactamente a lo que Nietzsche, hace casi 130 años, advirtió. La verdad se construye, se organiza, se jerarquiza y se distribuye policialmente en su espesor político, es decir, en su actividad y rebote en la historia.
Ella encuentra sus condiciones de posibilidad al interior de un campo relacional que se oxigena desde la predominancia de discursos que, al exteriorizarse radicalmente, logran gestionar y colonizar a través de una serie de metáforas a lo social sedimentándose, fijándose, irradiando y echando raíces ahí donde no las había y alcanzando, al final, su victoria. La misma que no es más que la entronización de un imaginario que, desde entonces, deviene rey, monarca; tirano anclado en la poltrona de un país que desde siempre y en tanto nos hemos consideramos “nación”, ha hecho descansar en el hambre omnívora de una oligarquía que jamás dio cuartel, sus destinos itinerantes.
Por estas razones es que el partido de Kast más “Chile seguro” o lo que se ha dado a llamar derecha “tradicional” –par conceptual que cuesta descifrar porque ¿cuándo la derecha no ha sido “tradicional”? Entonces, la derecha de Kast ¿sería una new age?– alcanzaron 33 de los 51 escaños para consejeros constitucionales. Y aunque, en este caso, republicanos dobló a su enemigo íntimo (o asesinó a su padre cual “horda primitiva”), es cierto que para efectos puramente procedimentales no hay alternativa: tendremos una Constitución más allá del pinochetismo y del guzmanismo, amparada por un proceso viciado desde sus orígenes pero que, desde ayer, alcanzará su reproducción endogámica y podrá activarse durante las próximas décadas desde el predicado “demócrata”.
Siendo lo anterior un detonador de minas re-conservadoras y potencialmente fascistas en el sentido más clásico del término, no es nada nuevo. La democracia, como ningún otro sistema de gobierno, y como lo advertía Tocqueville en La democracia en América (1835), generará horrores y demonios que la humanidad no ha conocido.
Y tuvimos (y tenemos) “camisas pardas”, Auschwitz, Bolsonaro, Trump, Bukele, en fin y, al día de hoy, a la extrema derecha como principal fuerza política en Chile. Esto debería llevarnos a otras consideraciones que no podremos tratar en esta columna, y que tendrían que ver con la idealización de la democracia al momento de intentar comprenderla. En breve, la democracia es una declaración; funciona a modo de léxico y de texto, pero lo declarado no está siempre correlacionado con el con-texto y, por mucho, puede traicionarse y devenir en degradación, degeneración y mutación –miremos Chile– republicana.
Las preguntas (y a la espera de que la moral electoral venga con sus milicias a enrostrarle al voto nulo –y blanco– la culpa por esta derrota y la vergüenza traidora que debería arrastrar, de aquí en adelante, por haberse desviado del cristalino e inmaculado sendero democrático) son varias.
Primero, ¿es la derrota de las llamadas fuerzas progresistas un efecto del voto nulo? No. La caída, como ya se ha dicho hasta el cansancio y escrito en la fatiga, se debe a la reconfiguración de la fisura octubrista en plataforma para la reificación de la seguridad y la fetichización del miedo como paradigma inclusivo y vínculo social. El miedo anexa, genera subjetividades compartidas, agrupa y lanza, en torno a tres o cuatro conceptos (migrante, delincuente, mapuche, terrorista), una idea de sociedad completa que, por cierto, no escasea en defensores venidos todos los puntos cardinales.
No por casualidad fue que costaba, en las franjas electorales, evidenciar con claridad cuándo terminaba la del Partido Republicano y comenzaba la del Comunista. Todas se cuadraron con el miedo, con el ideario conservador y apocalíptico de un país que se venía abajo a propósito de la emergencia de las turbas; de los márgenes que asediarían la tranquilidad de un oasis homogéneo; del refugio neoliberal que a modo de remanso nos había inoculado, en el alivio del consumo, el quietismo necesario para no cuestionar nada.
Y fagocitamos este cóctel y entregamos el relato. Y el gobierno de Gabriel Boric coreó sin titubear la opereta bufa escrita por la derecha de la derecha. Se concedió y se cedió, se permutó y entregó más allá de lo política y éticamente “prudente”. Y vimos cómo ayer por la noche el Presidente pidió nuevamente perdón por los errores del pasado llamando a los nuevos directores técnicos a respetar las distintas voces que estarán en el Consejo.
Pero la verdad es que no hay “voces”, no hay heterogeneidad del habla. Por el contrario, el decir es “uno” y la clase política –en el sentido que Gabriel Salazar le da esta diada, entendiéndola como un grupo endogámico que comparte condiciones materiales de existencia común, con objetivos compartidos y que se reconocen en la reproducción típica de quienes han detentado el poder por siglos– nunca ha abandonado este habitus.
Acaso ¿alguien dudaba que la derecha extrema, con toda esta arquitectura devenida en paradigma, podría haber perdido? ¿En qué subterráneo psíquico se alucinó con que se iba lograr una mayoría parcial que impulsara el ideario progresista si éste, en lo que fue versión transformadora/disidente, ya no sería sino vapor, éter, in-sustancia radicada en la pura nostalgia?
Somos testigos, no sin dolor, de cómo Octubre y sus demandas terminaron por alimentar al monstruo que podría guiarnos al páramo sin mundo de todas las fobias. Para el pueblo: criptonita; nocturno; aplastamiento; desolación (por ahora).
Se debe reconocer, a Kast y compañía, que actuaron con astucia, con calma y al compás del sopor mediático siempre favorable, logrando instalar con fuerza de ley esa retórica de la que Nietzsche nos hablaba y que hoy, de cara a una sociedad completa, pueden gargarear como verdad. No estuvo solo, ya sabemos. Comió de diferentes manos y se levantó sobre espaldas concesionadas y apócrifas, y que hoy sin más se resuelve y regocija en el poder que se merece gracias a una sociedad que nunca dejó de sublimarse.
Pero, cuidado, y aquí está el punto que motiva este texto. El voto nulo. Y aunque no tendré espacio para darle la profundidad que quisiera en esta columna, lo dejaré anunciado porque, pienso, en él sobrevive –no sin fuerza– la conciencia de que una transformación real, digna, propia de un pueblo que busca su destino y se emancipa en el imaginario soberano que se ha visto en fuga, pero no por eso extinto.
Los analistas poco hablan de él y los políticos bizcan velozmente la mirada cuando de constatar la fuerza sociológica del “nulo” trata. Si le sumamos los votos blancos (que son otra forma de rechazo a este proceso democrático sin pueblo), alcanzan más del 21%. Esto los transforma en un actor determinante: el “nulo” es un candidato que obtuvo una votación histórica si consideramos que en 2020 se había alcanzado el tope de este voto con el 5% del total de los sufragios. Ayer más que lo cuadriplicó y habría que decir, ser justos, que aquí habita el malestar de una sociedad que no se tragó la fábula ni el simulacro democrático.
Aquí hay esperanza, horizonte de reacción, construcción de una prédica de resistencia y emancipación que, ya sabemos, no vino de este gobierno al cual le pusimos, muchas y muchos, todas las fichas.
El voto nulo no es un cronopio.
La política institucional que pretende abreviar la democracia en sus procedimientos no tiene la fuerza, aunque tenga de su parte el piélago de las esquelas oligarcas, para desactivar el impulso siempre vivo de una energía que no se deja condensar ni permite que la encapsulen.
Nunca antes lo “nulo” significó tanto. Ahora veremos cómo se intenta pasarlo por alto, soslayarlo, obliterarlo, meterlo en el cajón de sastre de la historia y reducirlo a un simple accidente. Pero no es posible.
A toda peste le va su antídoto y, en este caso y aunque hoy seamos penetrados por el triunfo del proto-fascismo, estoy seguro de que el otro anulado, nulo, anulante, será la válvula por donde la tensión política encuentre su solana; esa llanura que ilumina, aunque la fuerza tanática del presente tienda a reagruparse en las sombras.
Volveremos a esto en otra urgencia de la escritura.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.