Opinión: “Cuando un cómplice de genocidio muere…”
Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
A Rossana Cassigoli, hija de Armando
Cuando un cómplice de genocidio muere algo se re-erosiona; algo vuelve a fracturarse en la mismidad de un familiar en duelo. Como si los años de dolor, exilio, postergación, desposesión, lejanía del ser querido llegaran a un punto cúlmine, aunque éste ya no esté hace muchos años. No se da fin al desgarro porque el cuerpo biodegrado de quien auspició, desde su conspicuo escritorio monitoreado por asesinos esté, ahora, bajo tierra. Por el contrario, el desconsuelo se activa, la noche más oscura de los peores años de este país se vuelve más tenebrosa y nos acecha como si fuera, otra vez, única, singular, ella misma la más propia de las historias que revive brutalmente en la tristeza de quien, de alguna u otra forma, se sentía a resguardo en la ensoñación de los días felices tratando día a día de auto-proveerse de un relato que la/lo consuele.
Cuando un cómplice de genocidio muere, la memoria se estremece, sufre un espasmo que, de golpe y de manera irruptiva, nos devuelve a ese lugar traumático en donde todo se organiza jerárquicamente. La historia general de la barbarie, la arremetida militar en las casas, los rostros aterrorizados de los/as niños/as que ven cómo se llevan al padre, a la madre, al hermano/a, en fin, la tortura, la desaparición, el exilio. Nada puede sacarnos de ese lugar tan bien coordinado en su secuencialidad, todo se revive, todo re-incide en nuestras mentes y corazones como si se tratara de una saga idéntica donde el mal radical se despliega sin piedad, sin humanidad y con toda su crueldad adherida. No podemos no recrear el espanto, no podemos sacudirnos el recuerdo del Nocturno de Chile (R. Bolaño). Todo se vuelve, por recordar a Hannah Arendt, un mundo en ausencia de mundo.
Cuando un cómplice de genocidio muere se moviliza en nosotros, en los sobrevivientes que también son víctimas, algo cercano al rencor. No podemos decir “odio” porque eso nos emparentaría con la casta de perros furiosos que se llevaron tanta vida y que desplegaron la trama bestial de un país perseguido, en cuarentena política y en persecución permanente, aterrorizados y sonámbulos en la clandestinidad cotidiana. Algo que no quisiéramos que se active, sin embargo, lo hace. Y tiene que ver con un sentimiento que no se dirige, necesariamente, hacia aquel cómplice de genocidio que favoreció desde su cobarde silencio y mirada desconcertada la más espantosa enajenación milica en Chile, sino hacia un país que ha hecho de la impunidad una institución; un país que ha permitido que los duelos sean, al mismo tiempo, testigos de que quienes apoyaron la barbarie ocupen cargos de importancia en nuestra higienizada democracia. Mujeres y hombres atormentados por el discurso de “en la medida posible” que no fue nada más que el rostro institucional y simbólico de una justicia evaporada, constreñida a las amenazas de los cuarteles, en ese entonces, aún vigentes. No es por azar que Patricio Aylwin reconociera a Jarpa como una persona “relevante” en el proceso transicional.
Sergio Onofre Jarpa fue delegado del Gobierno de Pinochet ante las Naciones Unidas (una suerte de sátira de mal gusto que, todavía hoy, me cuesta creer), embajador en Colombia de la misma Dictadura, Ministro del Interior entre los años 1983 y 1985 –uno de los períodos más duros de la represión– y, finalmente, en 1989, cuando la conversión estaba en su momento más “elegante”, presidente de Renovación Nacional. Es, también, el fetiche de una derecha hacendal, extremadamente conservadora que pensaba que la estructura de la hacienda debía desplazarse al poder político, construyendo un espacio natural para que señores feudales se hicieran del país.
En el año 1999 se le aplicó una orden de captura internacional por el Juez Baltazar Garzón por la ratificación de su participación en violaciones a los Derechos Humanos. En Chile, consecuentemente, esta orden de captura no prosperó, falleciendo hoy, casi con 100 años (al parecer de Covid-19), en la tranquilidad más absoluta acompañado de su círculo cercano.
Cuando un cómplice de genocidio muere un país debería reexaminarse, ecografiarse sin complejos y activar un protocolo de conciencia que nos permita desentrañar el país que hemos construido. No se trata de levantar viejos odios, antiguas disputas o prédicas añejas, se trata, simplemente, de que nada puede olvidarse y que todo lo que define a un país está ahí, hablando, indicando, señalando lo que somos, en la simple pero cruel partida de un cómplice de la barbarie que muere abrazado a su impunidad.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.