Opinión: “Conócete a tí mismo”
Dr. Hernán Guerrero Troncoso, académico del Departamento de Filosofía y del Centro de Investigación en Religión y Sociedad (CIRS) de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule.
Una de las dificultades más grandes al intentar introducirse en la filosofía consiste en la tentación de exigir respuestas de ella, debido a que se entiende que, una vez que se ha obtenido una respuesta, deberían cesar las preguntas. La dificultad, sin embargo, no radica –solo– en que la filosofía ofrezca respuestas oscuras o exageradamente complicadas, sino más bien en el hecho de que la actividad misma del filosofar consiste en hacerse preguntas. En otras palabras, el filósofo no es quien se preocupa de dar las soluciones adecuadas a los problemas que se presentan, sino aquel capaz de plantear las preguntas que nos permiten reconocer el contexto, alcance y consecuencias del problema, todo lo cual nos hará a su vez capaces de resolverlo –si tiene solución–, o de convivir con él, si no la tiene o si ella no está en nuestras manos. Antes que una ciencia, concebida como un mero cúmulo de definiciones, axiomas y proposiciones más o menos fijas, susceptibles de demostración y discusión, la filosofía constituye un modo de vivir, cuyo despliegue consiste precisamente en el preguntar constante. En este sentido, son las preguntas, y no las respuestas, la puerta de acceso para comprender lo que pensó tal o cual filósofo. Las respuestas, lo que se llama también la doctrina de un filósofo, muestran su real peso y profundidad solo a la luz de las preguntas, porque son ellas las que iluminan el camino, las que preparan el terreno, cavando, para que las respuestas tengan espacio suficiente para echar raíces. Si nos quedamos solo con las respuestas, perdemos precisamente aquello que les da vida y las anima, y que sirve de punto de comparación para distinguir el pensamiento fundado en una contemplación de la realidad de la mera charlatanería.
Otra dificultad de la filosofía –que de ningún modo es inferior a la que acabo de bosquejar– consiste en que no hay cómo escapar a ella ni, por consiguiente, a sus preguntas, incluso si la posibilidad de dar respuesta a estas últimas, como bien señala Kant, supera las capacidades de la razón humana. En el hombre siempre tiene lugar una visión de mundo, aunque no la reconozca como tal o ella no se extienda más allá de lo que le ocurre cotidianamente, de lo que uno puede esperar o de lo que podría desear, precisamente porque se plantea ante lo que le ocurre, porque eso lo afecta para bien o para mal, porque es capaz de añorar lo que perdió o sentirse aliviado porque algo ya pasó, porque puede sentir esperanza ante lo que está por venir o sentirse abatido de antemano ante ello. En el hecho de que el ser humano sea capaz al menos de imaginar que las cosas podrían ser de otra manera, de proyectarse hacia el futuro teniendo presente el pasado, de comprender cómo y por qué ocurren las cosas, se encuentra ya una pregunta al menos en germen. Cuando esas preguntas se plantean explícitamente y, sobre todo, cuando ellas conducen a una comprensión de la realidad en su conjunto –o, mejor dicho, en cuanto conjunto–, estamos entonces en presencia de una filosofía. A partir de esa comprensión es posible reconocer un orden y una jerarquía en el mundo y, con ello, el lugar y la función que le corresponde a cada uno en ese gran entramado. Es más, solo a partir de esa visión de mundo, el hombre puede ocupar en propiedad el lugar que le está dispuesto y esforzarse por hacer aquello que le corresponde. Sin embargo, para poder llevar a cabo esto último, es necesario que siga lo que estaba escrito hace más de dos mil años atrás a la entrada del templo donde se encontraba el oráculo de Delfos, esto es, que se conozca a sí mismo.
Tradicionalmente, esa sentencia se ha entendido como el conocimiento que uno debe tener de los propios límites y del lugar que ocupa, y se aplica tanto a dioses como a los hombres, tal como lo señala Platón, por boca de Sócrates, en varios de sus diálogos. Sin embargo, en uno de estos últimos pasajes, en el Fedro, Sócrates le da una interpretación más radical. Cuando Fedro le consulta si acaso considera verdaderas las leyendas con la que se explican diversos fenómenos naturales, Sócrates contesta que no tiene tiempo para dedicarle a buscar una explicación para esos asuntos, ya que no es capaz si siquiera de conocerse a sí mismo, así que le “parecería ridículo que, desconociendo todavía eso, [se] pusiera a observar cosas ajenas”. El sabio ateniense no entiende estos conocimientos en un sentido puramente intelectual, como el resultado del análisis de un sujeto o de un tipo de ser humano, sino sobre todo en sentido práctico. Cada uno de nosotros vive su propia vida desde sus límites y desde el lugar que le tocó en suerte, y el conocimiento de ellos, para que esté completo, debe redundar en el modo en que llevamos adelante nuestra vida. Así, el conocimiento de sí mismo implicaría una condición, a saber, que uno tenga el valor de ponerse a sí mismo en cuestión, de interrogarse a sí mismo, como sostiene Heráclito. En este sentido, en la medida en que decidimos interrogarnos, el conocimiento de nosotros mismos se abre al crecimiento, puede seguir adelante a pesar de la incertidumbre ante lo que ocurre y sobre lo cual no tenemos control, de la ignorancia ante lo que nos rodea o lo que nos espera, y hace tolerable, en último término, nuestra impotencia ante aquello que nos supera. El sabio no es quien domina todo, quien lo sabe todo, sino quien, en la medida en que conoce sus propios límites, es capaz de reconocer la grandeza de los demás y la inmensidad del mundo. Por pequeño que pueda parecer, solo el sabio puede elevarse para luego sentarse sobre los hombros de los gigantes, porque está acostumbrado a la disciplina del preguntar.
En esta época, en la que el funcionamiento del mundo que se daba por descontado colapsa bajo el peso del virus que se esparce, en la que los científicos se ven obligados a avanzar a tientas, es posible apreciar más claramente la fuerza de la disciplina del preguntar, ya que las respuestas sobre las que se basaba nuestra vida se vuelven insuficientes ante la pandemia. Asimismo, ahora que el cambio de Constitución es inminente, es más urgente que nunca que sepamos hacer las preguntas adecuadas a este momento histórico. Este es el momento en que es necesario que “o los filósofos reinen en las póleis, o bien que los que ahora son llamados reyes y gobernantes se dediquen a la filosofía de manera consciente y suficiente” (Platón, Resp. 473 c-d). El filósofo que se requiere, sin embargo, no es el profesional de la filosofía, es decir, alguien que interpretaría la realidad a partir de su visión de mundo particular, determinada por su formación, para luego entregar una solución ante los múltiples problemas que produce la pandemia. Si fuera solo por proponer un perfil de gobernante, cualquier otro profesional sería más idóneo, ya que tendría una visión más concreta de cómo resolver dichos problemas. Sin embargo, el hecho de que un profesional, un experto, un técnico, actúe desde su visión de mundo lo inhabilita en estos momentos, puesto que cualquier solución que no considere el mundo en su conjunto se queda corta. El filósofo que está acostumbrado a la incertidumbre, al cuestionamiento constante que la realidad hace de sus propias convicciones, presunciones y proyectos, aquel que mira al mundo en su conjunto y no a través del prisma o de las anteojeras de sus respuestas, es quien mejor puede orientar a los expertos para que den con una solución que valga para todos y no solo para algunos, para mucho tiempo más y no solo hasta que bajen los contagios. Esto no es así porque les entregue un conocimiento nuevo, que los científicos no poseen, sino porque los de–mora, los hace mantenerse en la incertidumbre hasta que todas sus certezas queden en cuestión, a fin de que se vean en la obligación de buscar en el problema que se presenta, y no en sus prejuicios o sus visiones.
Aun cuando el filósofo, en palabras de Hegel, “siempre llega demasiado tarde para decir una palabra que ilumine cómo debe ser el mundo”, siempre puede iluminar con su preguntar el camino que se va construyendo. A través de sus preguntas es posible advertir qué nos interpela y ante qué debemos responder como profesionales y como seres humanos. La filosofía –ni ninguna otra ciencia– no tiene ningún derecho de decirle a las demás disciplinas qué hacer ni cómo comportarse, pero sí abre los senderos para que ellas encuentren su propio camino. En tiempos inciertos y agitados como los que vivimos, ese es el servicio más grande que se puede hacer. ¿Sabemos, sin embargo, cuánto más durarán estos tiempos, y qué tan grande esfuerzo se necesita para que podamos transitar libres por esos grandes senderos abiertos en medio de esta selva salvaje?