Opinión: "Chile y el terror al vínculo" - Universidad Católica del Maule
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Opinión: “Chile y el terror al vínculo”

Opinión: “Chile y el terror al vínculo”
17 Dic 2024

Dr. Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

(Publicado originalmente en El Mostrador)

Pablo Baraona, uno de los más insignes “Chicago boys” y ministro de Pinochet en diferentes carteras –entre ella la de economía– sostenía en una conferencia pronunciada en 1990 en la Universidad Finis Terrae que “la sola presencia del Estado actuando más allá de un cierto límite […] contradice el estado natural de las cosas. La facilidad para la construcción de un orden nuevo dependerá en gran medida de si él se acerca o se aleja de aquel orden natural objetivo”.

Hay en este pasaje implicaciones de diferente tipo. Digamos políticas, por cierto, económicas, obvio, pero, tal vez y aún más estructurales, filosóficas. Desde las palabras de Baraona se desprende una suerte de naturaleza de las cosas y, por lo mismo, un esencialismo respecto de lo humano en toda su extensión. No son palabras sin sentido ni ingenuas, en ellas se aloja un proyecto que había comenzado hace más de una década con las “siete modernizaciones” de José Piñera –avaladas por el también célebre “Consenso de Washington”– y, anteriormente, con el “Programa de recuperación económica nacional” aplicado en 1975 (La dictadura chilena, decía Tomás Moulián en una entrevista del año 2022, “fue una dictadura con proyecto”).

Tampoco es un planteamiento espurio, por el contrario, se sostiene sobre una historia que viene legitimada de facto por la aplicación de medidas aplicadas en el perímetro del más absoluto terror y que, considero, responde al convencimiento de lo que debe ser una sociedad y la suma de los sujetos individuales que la componen. Si se quiere, radica en Baraona una metafísica de lo individual y una fobia a todo lo pueda devenir colectivo auspiciado por el demonio estatal.

De esta forma, para el economista, el Estado aparece como un agente saboteador de un orden natural que, incluso, denomina “objetivo”. Esto significaría ir aún más lejos en relación a nuestra supuesta naturaleza individualista (“no hay sociedad, solo individuos” decía Margaret Thatcher en una entrevista en 1987), es decir, aquello que se entiende como natural habría alcanzado tal nivel de penetración social que se cosificó; se cristalizó en el ir y venir de un país que solo se reconoció en el espacio fundamental en que el Estado mismo resta impotente, sin agencia y condenado solo a la región holográmica en el que puede mínimamente gerenciar decisiones que favorezcan la libre circulación de capitales al interior de un sistema de mercado que, entonces, no tiene óbices, es anárquico, anómico y resuelto en su propia y esencial potencia jerarquizadora de la realidad, de los hechos.

En este sentido, todo esto parece ser muy cercano a aquella respuesta que se le atribuye a Friedrich Hegel –esto según Walter Benjamin; para Georg Lukács, en cambio, el pasaje es de Johann Fichte– de que “si los hechos contradicen a mi teoría, tanto peor para los hechos”. Desde aquí podemos pensar que si tal como lo plantea Baraona el neoliberalismo es “el orden natural objetivo”, entonces todo lo que pretenda desestabilizar este principio será condenado por antinatural (la diferencia herética), por más que sea evidencia e independiente que los hechos mismos indiquen de que hay realidades laterales en las que las que la presencia del Estado no solo es efectiva sino necesaria, y que es a partir de él que podría pensarse en algo así como la generación de un vínculo, nada podrá ser considerado dentro del régimen de lo posible y de lo real-político si es que no se ajusta al precepto demiúrgico de que el Estado no debe ser, no firma ni es sujeto de ningún pacto. De este modo, y como señala Manuel Canales en La pregunta de Octubre, se trata “[…] solo individuos eligiendo todo en el diario vivir de la vida social. Individuo es, positivamente dicho, quien elige. La sociedad se redujo a polvo estadístico. Nada de forma o estructura”.

Lo que se nos revela al menos inquietante, es que lo apunta Baraona en su conferencia no lo hace amparado por la dictadura. Lo dice en 1990; ahí donde en teoría ya no dispone del ecosistema total de represión al interior del cual toda oda al neoliberalismo venía respaldada por la máquina represiva. Sus palabras son dichas en pleno inicio de la transición y, podemos arriesgar, son las de un sujeto con conciencia histórica que sabe que aquel proyecto signado por el plan de José Piñera a fines de los ’70 recupera todo el aliento ahí donde comenzaría un nuevo momento político para Chile. Su discurso refunda, repacta, y taladra todavía más la antropología de un país que ya no necesita de tanquetas o miedo militar para adherir al mercadeo salvaje y al vitrineo como fenomenología de la vida cotidiana.

Al contrario, ahora se disponía de toda la legitimidad generada por del pacto y la negociación ajustada a los intereses de una dictadura que supo –como ninguna– camuflarse y filtrarse en cada una de las concesiones de la nueva clase política y, así, seguir reproduciendo sus principales instituciones en el contexto de una democracia genéticamente frágil, discapacitada, impotente y, digámoslo, aterrorizada y sin margen.

Se trataría entonces de un discurso neoliberal genéticamente puro (al decir de Eduardo Sabrovsky de un “genoma neoliberal”), no obstante reflexivo del momento histórico que, se insiste, se firma en el tráfago calculista que supuso la salida de la dictadura y que determinó a toda la órbita transicional. Es un relato que tiene como escenario una cierta dimensión notarial y estructural. Lo que señala Baraona es premonitorio, y en su idea del orden de las cosas se condensó y cuajó el Chile que hasta hoy padecemos.

Es cierto que el “convenio” PUC-Chicago se firma en 1955 y que también es probable que en ese momento no se intuía que el neoliberalismo sería un molde que se impondría en el país (casi 20 años después) en la más abyecta de las contingencias políticas imaginables: muertes, desapariciones, violaciones, descuartizamientos, restos humanos arrojados al mar o enterrados, ajusticiamientos sin proceso, en fin, lo que se sabe y que fue el hábitat y el habitus en el que el neoliberalismo desplegó sus preceptos y ajustó “su razón”. No está demás volver a decirlo, sin la sangre de los muertos de la dictadura no hay modelo neoliberal tal y como lo conocemos. Claro, esto no está redactado, no viene impreso en ningún manual ni lo encontraremos en ningún libro canónico de lo que ocurrió, pero su inoculación en la sociedad chilena tuvo como aval el terror en todas las formas posibles que la dictadura supo inventarse para solventar su también planificada política de exterminio.

¿Y toda esta vuelta para qué? ¿en qué podría ser, para el análisis, relevante traer de vuelta las palabras de Pablo Baraona en un hoy que, de nuevo al decir de Manuel Canales, siempre es tránsito y desplazamiento? Las respuestas también pueden ser múltiples, pero creo que lo que se ha sedimentado a lo largo de estos casi 50 años de paliza neoliberal en Chile, es un terror a lo social. Fuimos entrenados y codificados para ser sujetos neoliberalizados que no pueden ni podrán sacudirse la razón neoliberal. Y esto, cierto, no es solo culpa de la población chilena que ha sido sujeto de esta corriente que se enchufó a toda escala y sin escatimar ningún medio. Estamos hablando de un proceso eficaz de culturización e individuación.

Se nos ha enseñado a temer al vínculo y no no tenemos noticia de aquello que se da por llamar tejido social. Somos sociofóbicos y esta es, y es nuestra tragedia, el ethos construido en el Chile de las últimas cinco décadas y que no solo nos determina, sino que racionaliza nuestras conductas y ecualiza nuestras percepciones. Toda ruptura, revuelta o grietas abiertas que parecían indicar la superación de esta economía de razón fundamental, se vaporizó al compás de la restauración conservadora que no solo vino a adecuarse como una contra-revuelta, sino a regenerar ese genoma que es la condena de un país pauperizado en el corazón de la banalidad y el consumo.

Y aunque el diagnóstico no puede sino ser pesimista y reniegue de la comodidad del argumento complaciente, la cuestión debe seguir abierta, supurando, porque abierta está la herida que nos han dejado los navajazos pendencieros del neoliberalismo.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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