Opinión: “¿Para qué cambiar? El Informe PNUD y el 11%”
Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía de la UCM.
(Publicado originalmente en El Mostrador)
La reciente entrega del Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 2024, ha sido titulado con una pregunta: ¿Por qué nos cuesta cambiar?, pregunta que es coherente si echamos un vistazo a lo que ha sido el país en los últimos diez años desde el último Informe PNUD –precisando que todo se acelera, más bien, en los últimos cinco, a partir del estallido social y la profunda huella que dejó en el imaginario colectivo la pandemia del COVID-19–, en los que sucedieron una serie de hechos políticos, sociales y culturales de todo tipo y de gran envergadura.
Tuvimos la revuelta social más grande que haya conocido la historia del país; dos procesos constituyentes fallidos (lo que también es inédito, incluso en la historia mundial); el ascenso por primera vez en 30 años a la Presidencia de la República de un político no devenido de la clásica partición binominal sino, en principio y a nivel teórico, ubicado a la izquierda de la Concertación.
También habría que destacar un fenómeno relevante y nuevo al interior de la secuencia democrática (en dictadura era lo obvio), nos referimos a la consolidación de la derecha extrema y conservadora que, a través del Partido Republicano y haciendo flamear la bandera de una sociedad securitaria y de emblemas patrióticos, alcanzó el primer lugar en la primera vuelta presidencial de 2021, perdiendo en segunda. También esta membresía política fue mayoría en el Consejo Constitucional de 2023.
En fin, hablamos de un período muy breve, pero de altísima intensidad (“Hay décadas donde nada ocurre y hay semanas donde ocurren décadas”, escribía Lenin en 1917, cuando regresaba a Rusia después de diez años de exilio). Tiempo que es a la vez casi imposible de definir en un concepto, de rotular en una sola palabra; de abreviar, finalmente, en un relato preciso lo que ha sido esta suerte de sociología múltiple que ha caracterizado el derrotero de la sociedad chilena reciente. “Tiempo mutante”, como se ha escrito en otras columnas a la luz de la perplejidad que nos deja un período complejísimo en su denominación.
Por esta razón, quizás, el mismo Informe del PNUD se corona con la pregunta ¿Por qué nos cuesta cambiar? No obstante, y casi al mismo tiempo, el estudio indica desde sus primeras páginas cuáles serán las respuestas: “Como resultado, atribuye las insuficientes capacidades de la sociedad chilena básicamente a dos factores. El primero es el predominio de las relaciones disfuncionales entre los actores de la conducción, es decir entre la ciudadanía, las elites y los movimientos sociales. Y el segundo, la preeminencia de lógicas inhibidoras de la conducción a nivel de las instituciones, los discursos públicos y las subjetividades” (p. 16).
En este sentido es que quisiéramos hacer otra pregunta que surge de los datos entregados y que se relaciona con la reproducción típica de un país que se ha configurado históricamente a partir de un grupo pequeño que concentra y otro amplio que carece: ¿para qué cambiar?
Según el estudio, solo el 11% de la población cree que en Chile la situación-país ha mejorado y un 27% piensa que sigue igual –es decir mal–, de cara a un 56% que piensa que ha empeorado y es verdad, probablemente, pero resulta más inquietante, desde nuestro punto de vista, este 11%, porque se cree que aquí, a modo medio espectral y deambulando sintomáticamente, radica el corazón de nuestra sociología y sistemática repetición de “los herederos”, al decir de Bourdieu.
El dato está en simetría con otros, por ejemplo, con los entregados por la Cepal en 2022, en los que se indicaba que en América Latina el 10% más alto de la población captura el 49% de los ingresos. También, utilizando la información de la revista Forbes, la Cepal constata que, a 2023, en Chile las 10 familias más ricas concentraban el 16% del PIB anual. De esta forma y si todo es ganancia, renta, caja e inimaginable plusvalía: ¿para qué cambiar? Y en esto, por cierto, habría que insistir, porque en un país como el nuestro la minoría folclórica devenida de nuestro ethos hacendal, estanquero/salitrero y neoliberal, siempre ha sido la fracción determinante y ha sabido restaurarse desactivando procesos sociales tan intensos y con pretensiones de radicalización democrática, como la Unidad Popular, o revueltas de “multitud” (pensamos en Negri) como la de octubre de 2019.
El 11%, que no fue –a nuestro juicio– analizado con la insistencia que se requería en el Informe, expresa la acumulación morbosa de capital frente a una población sin acceso “a los bienes de la época” y que ven que su futuro a corto, mediano y largo plazo estará atravesado por una indignante falta de soporte vital en la que sus propias existencias no serán otra cosa que la evidencia de un abandono brutal. Todo, mientras el 11% terminará, seguro, sus días en una de las tantas casas de las que disponen a orilla de lago, de mar o incrustada en alguna zona cordillerana alejada del mundanal 83% que resta a modo de simple prótesis necesaria para soportar la hipótesis de “Nación”.
Analizar el famoso “malestar” (palabra que requiere ser superada por corta y simplista, pero eso sería motivo de otra reflexión específica) que habita en el 83% que piensa que estamos mal o que hemos empeorado, es la primera lectura, pero toca –y a quienes vemos esto desde fuera y reivindicando la idea de que la interpretación de los datos es abierta y, por lo tanto, toda hermenéutica es legítima– observar el 11% que se condice con la concentración del ingreso y la repartición extremadamente desigual de la riqueza en Chile.
Desde aquí emergen, justo, la sensación de abuso “concentrado” que, y es siempre una posibilidad, puede alcanzar cristalizaciones por fuera de lo institucional o canales políticos “oficiales”, identificando desde el extenso 83% la urgencia de reponer, a la luz de la incapacidad de la “clase política” para ver y menos codificar lo que pulsa en los niveles más subterráneos de la cultura, la querella en modo de “lo” político, al decir de Mouffe (esto es, buscar un orden más allá de lo hegemónico establecido); identificando en las instituciones tradicionales la falla matriz de una sociedad desagregada, sin núcleo, impolitizada en el sentido de lo civil, y partida entre los que se sirven de los éxitos macroeconómicos y los que desde siempre han sido desplazados al páramo neoliberal que les enrostra su ausencia de contactos, su falta de redes, su no-pertenecer a círculo de influencia alguno y, finalmente, a ser simples observadores del cómo engordan las alcancías de los mismos mientras ellos, lo pobladores del marginal-histórico, constatan que mejor es no llegar a viejo, ni enfermarse, “ni ser una carga”, en fin.
“La verdad de la historia no se lee en su discurso manifiesto, porque el texto de la historia no es un texto donde hable una voz (…) sino la inaudible e ilegible anotación de los efectos de una estructura de estructuras”, escribía Louis Althusser en Para leer El Capital. Y la cita, por compleja que pueda parecer, pretende algo simple. Y esto es que la verdadera historia no es la oficial ni la que se presenta en el primer nivel de comprensión (“el malestar”), la historia va por debajo, como un topo (“el viejo topo” de la revolución de Marx), reuniendo pulsiones y dibujando otra historia, la real y que ha sido silenciada por los 11% de la historia y que, sin embargo y aquí también un dato, siempre podrá devenir multitud.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.