Opinión: “50 balazos al aire”
Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
“La violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, es un fracaso”, escribía Jean-Paul Sartre en su famoso ensayo ¿Qué es la literatura? de 1948. Y la frase no deja de conmover, o al menos de alertar.
Y empiezan las preguntas: ¿es la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, realmente un fracaso? ¿toda violencia es ilegítima? ¿no hay razones históricas, culturales o políticas que soporten el ejercicio de la violencia? ¿es, desde nuestra visión contractual-universalista, el Estado el único quien retiene el uso legítimo de la violencia?
Sabremos identificar, de entrada, que todas estas preguntas no pueden ser respondidas en una simple columna, sin embargo, alguna ruta tiende a trazarse para pensar en los 50 balazos al aire que frenó en Temucuicui a la comitiva encabezada por Izkia Siches y, de cierta manera, a través de ella, al gobierno de Gabriel Boric en su primer intento de acercamiento con los comuneros del Wallmapu (“Tierra circundante en español”).
Primero, diremos que se trataba del segundo día de gobierno del nuevo presidente. Entonces su debut, la escena bautismal (rito inexorable para el nacimiento de lo que sea), fue a tiros y sin pudor de ningún tipo para recibir a la caravana oficialista.
El punto, se piensa, es que estos disparos no fueron necesariamente un hecho de violencia, tampoco una amenaza a mi modo de ver sino, más bien, una señal; un fuerte y decidido mensaje de parte de un sector del pueblo mapuche que, a través de esta performance, indica que la historia de usurpación, muerte, violaciones e intentos de exterminio (aquí sí hablamos de violencia real, a mansalva, discrecional y salvaje) sobrevuela el aparataje simbólico específico de no importa cual gobierno.
No se trataría de decir simplemente “sí, ahora sí, vengan que dialogaremos a ver qué se negocia”, no. Se trataría, sobre todo, de indicar que el sentido de reivindicación histórica sigue ahí y que ninguna institucionalidad, por progresista y bien intencionada que sea, va a desplazar esta constatación que se entiende desde lo ancestral.
Ahora bien, lo real es que en el Wallmapu no hay violencia sino “violencias”, en plural, y sería estrabismo no dar cuenta de esta realidad tan palpable como cotidiana, tan brutal como exagerada. Pero la violencia misma no puede abreviarse en el pueblo mapuche que, como ha sido desde la más temprana invasión española, no tuvo más remedio que defenderse; es cierto que siempre da cero cuando se suma violencia + violencia. La militarización del Wallmapu desde hace décadas, la continuación del estado de excepción, es decir de algo a-normal, no es precisamente un llamado a la paz o a la proliferación de palomas blancas; menos lo son los grupos paramilitarizados que se han armado fuertemente, pagados por los dueños de los fundos que ven amenazadas sus tierras. Por eso la justa “s”, por eso violencia(s).
Ciertamente hay un grupo de alrededor de 40 comuneros armados dispuestos, del mismo modo, a disparar; sin embargo ellos no son otra cosa más que una historia construida al calor de una violencia generalizada, y cualquier discurso que despunte sin considerar esta realidad histórica, no será sino retórica política y repetitiva de cara a un conflicto que no se puede negociar, transar ni permutar, por el contrario, se debe reconocer y enfrentar asumiendo la violencia original y fundante de lo que hoy, lamentablemente, se vive en el sur de Chile.
Pero estuvo Izkia, la increíble Izkia, alumbrando, siendo también una señal; esperanza de que, por fin, se abandonen las armas en un mundo y en un país saturado de guerras. Ella no se arrebató, no entró en pánico ni menos fue, como siempre ocurre en la escuela, la compañera acusete que frente al más mínimo piñizco delata con el profesor/a. No quiero ni imaginar la reacción que un Aleuy o un Chadwick hubieran tenido frente a la misma situación; no quiero ni imaginarlo, pero no puedo sino figurarme tanques y metrallas.
De las cuatro virtudes cardinales señaladas por Platón, Izkia, a mi juicio y con su enorme talento, dio cuenta de –al menos– tres: templanza, prudencia y fortaleza. La cuarta, la justicia, por supuesto que la excede y es tarea del Estado y de Chile entero desplegarla de cara a un pueblo que, y sin perder el evidente mensaje de la historia, fue abusado.
En definitivas, se cree, si la violencia es o no legítima, si es propiedad de uno o de otro bando, no es el punto ni la pregunta. La violencia, penosamente, es parte de nuestra naturaleza y jamás podremos extirparla de la historia porque la constituye. Pero en el mismo sentido y con la esperanza puesta en un gobierno que pareciera, por lo menos hasta ahora, no vino a disparar, ni a amenazar, ni a querellarse, la tilde se invierte y un acercamiento se ve posible, por más que los y las agobiantes “especialistas en violencia” insistan en que se burló el famoso estado de derecho.
De darse lo anterior, pues bien, comenzará otra historia, una que tienda sino a la paz, al menos a un progresivo proceso de restitución y reconocimiento mutuo.
Este nuevo cuento no habrá empezado con diálogo precisamente, sino con 50 balazos al aire, y con una ministra que supo leerse a sí misma en el corazón de la historia grande.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.