Opinión: “50 años: duelo imposible y un país de Antígonas”
Javier Agüero Águila, doctor en Filosofía y académico de la Universidad Católica del Maule.
¿Cómo hacer memoria de lo que ya no es?, ¿de qué forma damos vida al muerto/a o al desaparecido/a en nosotros? Se piensa que la memoria tendría una posibilidad en la órbita imposible del duelo jamás terminado. El duelo imposible hace posible el duelo mismo y nos transforma en emisarios, en los recaderos de una herencia que no podemos evitar en el transcurso de una vida histórica. Así, la aporía es que no hay duelo posible sino ahí donde éste es imposible, y “Lo imposible aquí es el otro, tal como nos llega […]” (J. Derrida).
¿Cómo pensar este duelo imposible sin pensar en los millones de muertos y desaparecidos del siglo XX, en todo el mundo, que han sido objeto de la enajenada violencia de criminales? Pensar en aquellos, las y los deudos, que no han tenido la posibilidad de erigir una sepultura y que entonces no han podido posicionar sus recuerdos sobre la tumba; una tumba sin nombre, que no ha sido aún construida, ni pensada, cuya madera aún no es tallada y que, en definitiva, no existe para esos muertos desaparecidos. Por eso, contradictoriamente, lo que se pidió en Chile después de la dictadura fue información más que justicia, paraderos más que procesos judiciales. Por cierto, que todo esto es más allá de las instituciones que pretenderían restituir de alguna forma, a veces hasta materialmente, el duelo que no pudo desplegarse.
En este sentido es que “La ‘norma’ no es sino la buena conciencia de una amnesia” (J. Derrida). No puede haber instituciones políticas del duelo. El duelo es un “motivo” de lo imposible y es “justamente” lo imposible lo que está en juego.
¿Qué hay de Antígona o qué tendría que ver ella con los muertos/ o desaparecidos/a por la violencia política y el duelo?
Muy sucintamente, en el relato de Sófocles, muerto Edipo sus hijas Ismene y Antígona se lamentaban no sólo de saber que no verán más a su padre, sino que, y, sobre todo, el lamento es porque éste ha muerto en tierras lejanas y extranjeras, sin recibir los ritos fúnebres y sin una tumba que albergue su cuerpo, expuesto, por tanto, a la expropiación y a la violación. El duelo es, de esta forma, negado y prohibido o, en otras palabras, hablamos de un duelo sin lugar para llevar adelante al duelo mismo; un duelo interminable que queda irreductible para siempre a la hospitalidad y seguridad de una tumba.
Pensando, igualmente, en su hermano Polinices y amigos muertos Antígona exclama: “Querré enterrar a Polinices siempre. Aunque nazca 1000 veces, y aunque él muera 1000 veces”.
Preguntamos ¿no es esta queja de Antígona la misma de millones de hijas/os, padres, madres, hermanos, hermanas, en fin, a los que le han muerto o desaparecido un ser querido?, ¿no es, acaso, el llanto de Antígona el de todos los duelos inconclusos que se ahogan en la esperanza de que ese muerto reaparecerá desde la muerte –muerto– para ocupar la tumba que le espera y, así, poder comenzar el necesario duelo?, ¿es el Chile de Pinochet y post Pinochet un país de Antígonas? ¿De aquellas/os que lloran su imposibilidad de duelo y así el único duelo posible?
Son preguntas probablemente crípticas pero que, a nuestro juicio y entendiendo al ejercicio filosófico como una práctica que también se deriva de los dolores de un mundo, deben emerger y reemerger con insistencia sin límites, toda vez que a 50 años de la mutilación de un pueblo lo que vemos es la irrupción de un contrarelato que trae consigo nuevos fantasmas, nuevos reaparecidos, esta vez criminales y representados por discursos neofascistas y a los cuales ha sido, sino imposible al menos “casi” imposible, exiliar de nuestra historia.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.