De infancias y desigualdades entre hombres y mujeres
Columna de opinión de la Dra. Javiera Cubillos Almendra, investigadora feminista y académica de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica del Maule.
Este 8 de marzo volvemos a conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Difícil decir o escribir algo que no se haya dicho antes sobre las abismales desigualdades entre hombres y mujeres, pero bien vale ser insistentes ante una sociedad que, si bien se ha transformado y ha restituido en parte la justicia que merecemos las mujeres, continúa en deuda con nosotras.
A pesar de la notoria visibilidad y el apoyo social aparentemente generalizado de las demandas del movimiento de mujeres y feminista, aún seguimos siendo testigos de múltiples desigualdades y violencias. En 2023, la autoridad registró 225 femicidios frustrados y 101 consumados, y sólo a un mes de iniciado el año 2024 se registraban 17 femicidios frustrados y 4 consumados. Asimismo, en el mes de enero el periódico The Economist –basado en el estudio de la Premio Nobel de Economía, Claudia Goldin— reportó que a nivel mundial sólo el 52% de las mujeres entre 25 y 54 años participan de la fuerza laboral, lo que contrasta con el 95% de los hombres en el mismo rango etario, siendo el nacimiento del primer hijo un aspecto decisivo en esta brecha laboral. Y, sin ir más lejos, una se sorprende al entrar a una tienda de ropa infantil y todavía notar que el vestuario, sin mayores indicaciones, está claramente dividido entre niños y niñas.
Puede parecer absurdo comparar las alarmantes cifras de femicidio con la organización de una tienda de ropa infantil, pero no es gratuito detenernos en los vínculos que hay entre la socialización de las primeras infancias y los efectos nocivos de dicha socialización diferenciada según el sexo biológico.
Esta no es una invitación a dejar de vestir de rosado a las niñas, pero sí es un llamado a notar que las formas en que vestimos y los juegos y los juguetes que compartimos con las infancias van moldeando formas de ser y estar en el mundo. Modos que paulatinamente van haciendo asumir a las niñas que su principal rol en la vida es la crianza, la formación y el cuidado de las nuevas generaciones, en contraste con la desresponsabilización de estas mismas labores entre los niños. Un ejemplo de ello es la insistencia en el regalar muñecas y cocinitas a las niñas, mientras se sigue intentando alejar de estos juegos a los niños. Ciertamente, las cosas han cambiado y observamos cierta reflexión en algunas madres, padres, familiares y educadoras/es, quienes intentan cuestionar estos estereotipos. No obstante, la tendencia sigue construyendo un mercado de ropas y juegos diferenciado en función de expectativas diferenciadas para niños y niñas.
No serán inocentes las decisiones que tomemos en torno a las infancias que nos toca acompañar, ya sea como madres, padres, familiares, educadoras/es y/o cercanas/os. La ropa que elijamos, los juegos que motivemos, las palabras de aliento y los diferentes refuerzos que generemos a lo largo de su formación irán forjando formas de ser y estar que, en un futuro no muy lejano, pueden llegar a tener consecuencias dañinas e injustas. Dichas consecuencias serán injustas tanto para niños como para niñas, pero principalmente para las niñas. Las estadísticas a nivel nacional e internacional en diversos campos dan cuenta de ello.
Compartiendo esta reflexión vuelvo a mi propia experiencia de infancia a fines de los 80s y principios de los 90s. Una experiencia ya descontextualizada de los tiempos que corren, porque, insisto, las cosas han cambiado, aunque no lo suficiente. De niña me fue difícil imaginarme haciendo o siendo algunas cosas en el futuro, como deportista, científica, médica, jefa en algún espacio laboral o presidenta de la república. Recuerdo que por más que me esforzara en buscar referentes mujeres en los ámbitos que de niña me llamaban la atención, me era difícil encontrarlas, no porque no las hubiese, sino porque no eran socialmente visibles como lo son hoy. Esto se sumaba a los discursos que me alentaban a ser “señorita”, a “portarme bien” y a “ayudar con las labores del hogar”, mientras que a mis pares masculinos se les estimulaba de otra manera. Igualmente, siendo niña nunca dudé que cuando grande me casaría y tendría hijas/os, y que ese proyecto sería el centro de mi vida adulta.
Todas esas expectativas vitales no siempre las recibí de manera explícita, pero se colaban en las formas en que las personas adultas conversaban conmigo y me trataban, y en los mensajes que recibía de la televisión, los libros del colegio y la publicidad.
En base a esta experiencia, fue que sin darme cuenta internalicé una cierta indefensión ante los hombres, aspecto que se no es “natural” sino que se aprende y se torna crucial frente a las experiencias de acoso callejero y otras formas de violencia de género. Independiente de lo que hiciera, los hombres siempre eran más fuerte que yo, y pasara lo que pasara la “culpa” siempre sería mía.
También aprendí que, independiente de lo mucho que me esforzara, nunca es suficiente para alcanzar los logros masculinos en espacios masculinos, como en el deporte, y los ámbitos académicos y laborales. Compartiendo ya de adulta estas experiencias con otras compañeras, he notado que hay aspectos que se repiten y que no estamos frente a experiencias puntuales ni aisladas, sino ante un patrón social de comportamiento hacia las niñas que forja nuestras subjetividades y que es la piedra angular de las desigualdades y violencias hacia las mujeres.
En este 8 de marzo quisiera invitarles a reflexionar sobre cómo tratamos e interactuamos con las infancias y cómo, sin ser plenamente conscientes, podemos estar sentando las bases de futuras violencias e injusticias. El cambio social tiene que ser colectivo y desde los primeros años de vida.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.