Cruzar en rojo los semáforos
Columna de opinión del Dr. Francisco Letelier, académico de la Escuela de Sociología.
“Juntos” es una canción interpretada y popularizada por la cantante española Paloma San Basilio. Habla de un amor cómplice, travieso y divertido que transfigura lo cotidiano y lo transforma en una fiesta: “figúrate, dos locos sueltos en plena calle / la misma cama y un bocadillo a media tarde / hacer del lunes otro sábado / cruzar en rojo los semáforos”.
Cruzar en rojo es parte del juego amoroso de esta pareja que circula alegre e irreverente por la ciudad. Es una expresión de relajo, de disfrute. Justo lo opuesto a lo que vivimos cotidianamente en nuestras ciudades, donde es un signo de ansiedad, de apuro, de estrés. Cuando venimos de una larga fila de autos y estamos agobiados por el calor y la espera, es una pulsión similar a la que un niño tiene delante de un plato de dulces de los que sabe que no puede coger ninguno… pero lo hace. Es una transgresión en el límite, no se hace con descaro: justo cuando termina el amarillo, como si existiese un “tiempo naranja”, algo entre el amarillo y el rojo.
Todos los días vemos gente que cruza en rojo los semáforos… ¿quién no lo ha hecho? El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. El problema es que lo estamos normalizando, haciéndolo parte de nuestra rutina, como si fuera correcto y oportuno aprovechar ese momento. Inclusive puede ser considerado algo trivial, pero no lo es. Nos dice mucho de la sociedad y las ciudades que estamos construyendo. Implica relativizar las normas, crear un espacio gris, opaco, donde las cosas pueden y no pueden ser. Adaptar la ley de acuerdo a mi propio interés. Esto solo puede producirse cuando lo común (lo que compartimos) se desvaloriza. Cuando no somos capaces de ver el conjunto de las cosas. Cruzo en rojo porque no soy consciente de que mis prácticas son parte de un todo, de un engranaje que precisa que yo cumpla mi parte. Es aún peor si, siendo consciente de esto, del conjunto, decido romper la regla. Esto ya es desprecio por lo común. En ambos casos, sin embargo, está a la base una misma lógica individualista y egoísta de actuar. De acuerdo a ella, mis razones están siempre por encima de las de otros y otras. Son las únicas legítimas.
Lo de los semáforos es solo un ejemplo. La inconsciencia o desprecio acerca de lo común tiene otras expresiones. Una de ellas es la “colonización” de las veredas por parte de los automóviles. Usualmente camino desde mi la casa a la universidad y veo diariamente autos estacionados en las veredas, en las plazas, en los bandejones. No hay casi ningún cruce peatonal que se respete. A estas alturas a los autos no les bastan las calles. ¿Qué sucede con un conductor que estaciona en la vereda? Seguramente algo parecido al que cruza en rojo: o no es consciente de que su acción afecta a otros y a la totalidad de la movilidad urbana, o simplemente le importa un bledo. Seguramente, en ambos casos sus razones para ocupar la vereda las considera legítimas, tanto que invisibiliza el derecho y las razones de los demás.
Alguien podrá decir que hay gente que cruza en rojo y se estaciona en la vereda porque no se da cuenta. Sí, es cierto. Por supuesto que existen estos casos. Es más, creo que incluso quienes lo hacen a sabiendas no son malas personas, no quieren necesariamente ir en contra de las normas básicas de convivencia urbana. Más bien, son empujadas por cuestiones estructurales. Son responsables de sus acciones, pero hay factores de contexto que las promueven, que sacan lo peor de nosotros.
La mayoría de nuestras ciudades se han expandido. En vez de densificarse y generar mayor vida de proximidad, han ido creciendo hacia las zonas de cultivo. En esto ha tenido una gran responsabilidad el negocio inmobiliario que busca convertir el suelo rural en urbano y, solo a partir de un acto administrativo, ganar mucho dinero. La ciudad donde vivo, Talca, pasó de tener un plan regulador que consideraba tres mil hectáreas de suelo urbano a uno de casi diez mil en 2011. Pero esto no es todo. El terremoto de 2010 dejó cerca de cincuenta hectáreas de suelo vacío en el centro de la ciudad. Después de más de doce años, esas hectáreas siguen vacantes. Es decir, habiendo un enorme stock de suelo disponible para densificar, se decidió expandir la ciudad. ¿Qué resulta de esta expansión? Mayores tiempos de desplazamiento, más congestión vehicular, mayor contaminación atmosférica, ocupación de suelo productivo, etc. Nada bueno. Al mismo tiempo que las ciudades se expanden, el transporte urbano entra en crisis. Sobre todo, en ciudades intermedias y pequeñas. Un sistema organizado básicamente por los actores privados, sin una planificación inteligente. Sin planificación. Con zonas enteras sin servicio de transporte. Máquinas de mala calidad, condiciones laborales precarias y un servicio muy deficiente. Si, por ejemplo, como ocurrió hace poco en Talca, se considera que el negocio no es suficientemente rentable, los buses no salen. Todo esto desincentiva el uso del transporte público e incrementa la tendencia al uso del automóvil y son estos automóviles que terminan cruzando en rojo los semáforos y ocupando los lugares peatonales. Es un gran circulo vicioso.
En fin. Se precisa que cada uno/a se haga responsable de sus actos y de su papel para que el conjunto de la ciudad funcione. Pero también se requiere de políticas públicas, no solo que planifiquen y generen mejores condiciones de movilidad, sino que aborden el problema de raíz: detener la expansión de nuestras ciudades, densificándolas y promoviendo una vida urbana de proximidad. Pero ¡Qué construyan más calles! dirán algunos, sin comprender que a los únicos que beneficia esta solución es a los que ven en la ciudad un negocio y que de manera irresponsable han engordado sus bolsillos a costa de que ciudades intermedias, como la mía, pierdan progresivamente su mayor valor: su escala.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.