Columna de opinión: Resonancias del Coronavirus
Hernán Guerrero Troncoso, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Con la franqueza y claridad que preguntan los niños, mi hija mayor me preguntó acaso los murciélagos son malos. Estábamos sentados a eso de las ocho y media de la mañana, en un salón grande del aeropuerto de Santiago, después de dos días de cuarentena en Roma, un largo viaje a Buenos Aires y una tensa carrera a las cinco de la mañana para tomar el avión de vuelta a Chile. Habíamos pasado por controles sanitarios a la entrada y la salida de Roma, en el paso por Buenos Aires y al entrar a Santiago. Esperábamos terminar con el trámite de licencia médica, para comenzar la cuarentena una vez que llegáramos a Talca. Afortunadamente, no había casi nadie en nuestra situación. Lo peor estaba por llegar media hora después, en un avión directo desde Roma. En medio de esa tensa y a la vez calma espera, la pregunta por si los murciélagos son buenos o malos cobraba una curiosa resonancia.
“No son buenos ni malos”, le dije. “Simplemente son”. No quise seguir la caracterización corriente, que los presenta como aterradores o como sanguinarios, para no fomentar en mi hija una repulsión injustificada hacia ellos. “Pero comen animales”, me contestó. “Sí, pero porque tienen que comer, igual que nosotros. Si no comen, se mueren”. La conversación siguió luego su curso dictado por la lógica franca y clara de los niños (qué tan grandes son los animales que comen los murciélagos, por ejemplo), pero la pregunta quedó en el aire, y en estas líneas intento atraparla según mis capacidades, dado que tiene consecuencias políticas que dicen relación con el momento que vivimos en nuestro país. Así, como con los murciélagos, en ese momento me podía preguntar ¿es malo el Coronavirus? La respuesta afirmativa debería ser inmediata. Por supuesto que sí. Miles de personas han muerto y otras tantas han padecido esta enfermedad, buena parte del mundo ha estado o está en cuarentena, el curso normal de la vida se ha visto interrumpido, los sucesivos desplomes de las bolsas en todo el mundo tendrán un efecto en las pensiones de los jubilados. Nadie podría decir que hay algo bueno en esta pandemia, ante la cual, literalmente, no queda más que lavarse las manos y esperar en la casa para que deje de propagarse.
Con todo, no se puede afirmar tajantemente que el virus mismo sea ni bueno ni malo. Hace lo que todo virus hace, se reproduce una vez que ha encontrado un ambiente propicio. Funciona con una lógica escalofriante en su indiferencia, tal como lo hace todo ser u organismo que actúa solo de acuerdo con lo que está determinado a hacer, si se dan las circunstancias. Tal como el viento, que resulta de una diferencia entre áreas de presión, o la dilatación o contracción de los cuerpos ante los cambios de temperatura, el Coronavirus se reproduce hasta que algo se lo impide o hasta que no se encuentra en un ambiente propicio para hacerlo. Eso, en sí, no es ni bueno ni malo, a pesar de que el daño que produce en los seres humanos sea efectivamente algo malo. Si este virus, en cambio, se reprodujera en células cancerígenas e impidiera su reproducción, estaríamos en presencia de la cura contra esa enfermedad, y estaríamos agradeciéndole a la gente de Wuhan por este gran descubrimiento, tal como se le agradece a Alexander Fleming por la penicilina.
Al mismo tiempo, los efectos económicos que ha traído consigo la pandemia del Coronavirus han dejado de manifiesto la fragilidad de los cimientos sobre los que reposa lo que consideramos nuestra vida cotidiana. En Roma, al mismo tiempo había una campaña que invitaba a la gente a quedarse en su casa, surgió otra para tomar en cuenta a los que no tenían un lugar dónde quedarse en cuarentena. En medio de las calles desiertas, el hecho de ver a dos vagabundos sentados en una banca, conversando, era una brutal evidencia de su carácter marginal. La cuarentena la viven en la calle, como todo en su vida, pero esta vez su situación está a ojos vistas. Es más, como no hay gente a quien pedir limosna y los centros de acogida han disminuído, quién sabe cuándo iban a poder volver a comer. Asimismo, la gente que vive de lo que gana en el día, desde los vendedores callejeros a los conductores de taxis, de los plomeros a los profesionales independientes, como abogados y sicólogos, tampoco puede ir a trabajar ni, en consecuencia, procurarse el sustento. Aquí, el sistema económico imperante es tan indiferente, podríamos decir incluso despiadado, como el Coronavirus. Si uno no posee los medios para mantenerse –propiedades, inversiones o un trabajo que le provea de un sueldo fijo–, queda entregado a su suerte.
En casos como este, el sistema, en la medida en que rige por sus leyes, eleva o aplasta a las personas, según el lugar que ocupen en la pirámide. De acuerdo con la ley de la oferta y la demanda, por ejemplo, es lícito aumentar los precios de artículos que tienen mayor demanda –en este caso, el jabón, las mascarillas, los desinfectantes–, porque de esa manera se equilibra la oferta y, a la vez, eso permite una mayor ganancia. Cualquier intervención para evitar que quienes manejan la oferta se aprovechen de situaciones como esta, es ajena al sistema y, paradojalmente, se puede considerar como una violencia, porque impide que sus leyes operen. Dado que en este caso se trata de una economía a escala al menos nacional, una intervención efectiva solo puede venir de quien detenta el poder político del país, pues solo ella es capaz de disponer una fijación de precios que sea obligatoria para todos y no dependa del simple acuerdo entre particulares.
A este punto de la reflexión, sí podemos hablar en términos de bueno o malo. Al contrario del Coronavirus –que se expande y se reproduce en la medida en que encuentra las condiciones para hacerlo, porque no puede sino actuar de esa manera– y del sistema económico –el cual, si bien es producto de un razonamiento humano, posee leyes que no puede contravenir, pues de otra manera no puede funcionar–, la sociedad en su conjunto y el poder político, que debe garantizar el funcionamiento de ésta, sí pueden disponer de un orden que impida o contenga los daños producidos por ambos. En el caso del Coronavirus, se puede afirmar que un gobierno que no actúa según las recomendaciones de los científicos está siendo negligente, ya que estos últimos tienen la preparación y las herramientas adecuadas para analizar el comportamiento del virus, establecer modos de prevenir su contagio, predecir su propagación y, tarde o temprano, encontrar una cura. Paralelamente, un gobierno que no interviene el sistema económico, para evitar que las medidas necesarias para detener la expansión de la pandemia conlleven la ruina para quienes dependen de su trabajo para sobrevivir, está siendo igualmente negligente, ya que abandona a buena parte de la sociedad a la acción indiferente y despiadada del mercado.
Ahora, por una curiosa coincidencia, la pandemia del Coronavirus explotó en momentos en que en Chile nos planteamos la necesidad de cambiar la Constitución, para establecer un nuevo acuerdo como sociedad, uno en el cual, por ejemplo, la propiedad privada no se encuentre por sobre las necesidades de todos los habitantes. Con su acción implacable y despiadada, el Coronavirus ha dejado en evidencia que el sistema económico funciona con la misma lógica y, con ello, que cualquier solución efectiva a los estragos provocados por este último en la vida de las personas –falta de trabajo, carestía de bienes básicos, imposibilidad de acceder a los cuidados de salud por falta de recursos, entre muchos otros– no es solo técnica, ya que ese tipo de soluciones sigue la lógica del sistema, sino sobre todo política. Sin embargo, dado que los términos y los límites dentro de los cuales le es lícito moverse a la autoridad política están establecidos por la Constitución, si en ella está consagrada una primacía de la propiedad y la iniciativa privada por sobre las necesidades y derechos de los ciudadanos, el gobierno no podría tomar medidas más drásticas sin el peligro de incurrir en ilegalidad. Por otra parte, una política puramente paliativa, que reduce la solución a bonos y créditos flexibles, estimula la especulación y, con ello, desperdicia recursos públicos. Parafraseando a Georges Clemenceau, el bienestar público es un asunto demasiado serio como para confiarlo a las manos del mercado.
Así, entonces, una pandemia como el Coronavirus, que exige medidas drásticas y radicales, es una situación límite que no solo nos pone en peligro de muerte, sino que a la vez pone en cuestión todo lo que consideramos normal, cotidiano y que, por ello, no advertimos a diario. Viajar por el mundo, incluso si no se tiene una situación económica acomodada, se ha vuelto normal, gracias al estímulo al endeudamiento. Sobrevivir con lo poco y nada que se obtiene, ya sea pidiendo o trabajando precariamente, sin contar con la seguridad de un techo y un plato de comida, es algo normal. Especular con el precio de artículos de primera necesidad es algo corriente, incluso esperado por los especuladores de profesión. Intentar aprovecharse de esta situación de crisis para obtener un beneficio económico o una posición privilegiada, es algo normal. Que lo sea, sin embargo, no significa que esté bien. Es por eso que llevamos cinco meses de movilizaciones en Chile, en la manifestación de la voluntad ciudadana más importante de nuestra historia –por lejos, más importante que la Independencia, que no hizo más que replicar el modelo colonial, cambiando a la Corona española por la oligarquía–, en el acto de deliberación política más trascendental que se tenga registro en nuestro país, ya que busca liberarse de los tentáculos del mercado para entrar en una nueva lógica, en la que el ciudadano, el habitante común, no el propietario ni el cliente, está al centro del orden público.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.