Columna de opinión: Nueva constitución: la renovación de una promesa - Universidad Católica del Maule
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Columna de opinión: Nueva constitución: la renovación de una promesa

Columna de opinión: Nueva constitución: la renovación de una promesa
17 Mar 2020


Dr. Gonzalo Núñez Erices, académico de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule.

Según Nietzsche, el auténtico problema del ser humano es que ha sido criado como un animal capaz de prometer. Con la promesa hay un acto performativo del lenguaje. Cuando alguien dice ‘Yo prometo…’, la palabra queda empeñada y envuelta de un aura mágica: un poder inmaterial que invoca un rito de celebración para sellar un pacto. Empeñar es dejar algo que nos pertenece como garantía de la devolución de un préstamo o compromiso comercial. Mi palabra, en este sentido, es simbólicamente donada a otra u otro como respaldo de lo comprometido. Con la promesa, por tanto, mi palabra es símbolo de una deuda: una carga de una morosidad moral con lo que se ha prometido.

Una constitución puede ser pensada como una promesa que una sociedad celebra consigo misma; el ritual donde empeñamos nuestra palabra para transformarnos en deudores de un acuerdo político. El profundo despertar social en Chile, después de tres décadas de una somnolencia neoliberal, y la crisis con que estalla es, entre muchos factores, fruto de una promesa fallida o, más bien, la ilusión de una promesa nunca celebrada.

La promesa requiere de quien promete y quien acuerda lo prometido. En la historia de Chile, la promesa de un pacto social ha sido siempre una imposición de una elite política y económica que ostenta de las armas y el monopolio de la fuerza. Somos, así, deudores de una palabra ajena y vaciada; una promesa que jamás nos ha pertenecido. Nunca el pueblo chileno se ha reconocido como portador de su propia voz histórica; esto es, agente de una promesa que nos recuerde que somos todos deudores de un pacto común.

La idea de una constitución tiene su origen en el contrato social moderno. Desde Hobbes hasta Rousseau, con diferentes matices, podemos encontrar los cimientos de esta promesa ilustrada: la salida de un estado de naturaleza –situación en la que cada persona tiene el derecho natural a hacer cualquier cosa sin ningún tipo de consideración moral ni legal– será alcanzada con un contrato tácito entre los individuos que comprometa la libertad natural por una libertad civil de deberes y derechos. Esta tesis rápidamente es adoptada en el desarrollo de la idea moderna de Estado-nación en las sociedades occidentales, y el posicionamiento contemporáneo de la democracia de la mano con el sistema económico liberal.

Antes del debate constitucional actual y el plebiscito del próximo 27 de abril, por años era usual escuchar, por parte de quienes pretenden defender la carta que aún nos rige, que una nueva constitución no está dentro de los problemas principales que preocupan a los chilenos. Intelectuales, académicos y políticos han defendido que la presente constitución ha sido sujeta a tantas reformas (sobre todo durante el gobierno de Ricardo Lagos) que ya no podríamos considerar que es la misma carta redactada en dictadura. La demanda de una nueva constitución elaborada por una asamblea constituyente sería, por consiguiente, un aprovechamiento político y demagogo; un problema de ‘políticos’ y no de la ‘gente’.

A pesar de lo falaz que puede resultar este argumento por múltiples razones, sí da cuenta de una realidad: la despolitización de las personas fue una de las más grandes derrotas ante la dictadura. La instauración a sangre y fuego de un neoliberalismo encriptado en una constitución ilegitima ha sido una herencia y un lastre que había permanecido hasta ahora incólume. Una pseudopromesa que nos ha transformado únicamente en deudores económicos atomizados en nuestras pequeñas individualidades y la única libertad defendida ha sido la de nuestro derecho a consumir. Mientras la dimensión económica avanzaba como un desierto asolando con la vida política, social, cultural y nuestra cotidianidad, la condición humana en su diversidad y el vínculo social retrocedían aceleradamente.

El peligro de una promesa es, tal como reconoce Nietzsche, su olvido. El pacto social moderno, siguiendo al filósofo alemán, es similar a la relación deudor/acreedor. Con la palabra empeñada en la promesa de no ejercer sin límite alguno mi libertad e impulsos vitales, quien promete se vuelve deudor de quien encarna la promesa de la paz y el bienestar social, a saber: el Estado. La constitución es, así, la palabra sagrada que ratifica y nos recuerda, ante la amenaza del olvido, nuestra condición de morosidad eterna.

La promesa moderna se ha develado, entonces, como una estrategia psicológica para generar en el deudor un sentimiento profundo de culpa. Puesto que me he comprometido con un contrato cuya representación universal e impalpable es el Estado, cualquier tipo de violación (o fantasía de transgresión) de lo pactado es volcado contra el individuo como un profundo sentimiento de deuda. El logro más sofisticado de la promesa moderna es, de esta manera, lo que Freud llamaba la interiorización del castigo: la autoridad externa es transmutada en un agente moralizador al interior de la psiquis del individuo. El logro de la civilización y la razón es una forma velada de autocastigo y represión.

Con el retorno a la democracia en Chile, el autoritarismo de la dictadura mutó en el autoritarismo flagelante del individuo consigo mismo. La promesa social ilegítima diseñada por Jaime Guzmán generó un pueblo culpable de sus propios fracasos y represor de sus propias crisis. El sistema político y económico fue embestido y protegido cuidadosamente con un patriotismo construido en el discurso de las elites. El castigo fue finalmente interiorizado en el individuo como un triunfo de la despolitización: el fracaso y la frustración de la cual soy culpable puede ser sorteado solamente por mi esfuerzo personal, la superación y el emprendimiento personal. El despertar de Chile es también, de este modo, el de una generación que no conoce la culpa y el autocastigo; una generación que entiende, por consiguiente, que la falla principal está en el sistema social-económico y que, por lo tanto, se resiste a la desertificación.

La importancia de una constitución nacida en democracia y discutida desde sus bases sociales más transversales –las que han sido históricamente marginalizadas– está justamente en la posibilidad de prometernos a nosotros mismos un acuerdo político: un acto simbólico capaz de renovar confianzas mutuas y el sentimiento de pertenencia de los pactantes. Si una constitución es lo que algunos denominan la ‘casa de todos’, entonces la actual carta es una casa construida con El ladrillo que solo pertenece a los pocos que esa casa protege. Si queremos una constitución democrática con una legitimidad ciudadana capaz de encausar los cambios políticos y sociales que Chile requiere con urgencia histórica, entonces ‘rechazar para reformar’ no es suficiente y solo representa una retórica engañosa que busca mantener el statu quo de un diseño político agonizante.

Es necesario consagrar este despertar -que no es puro carnaval y manifestaciones pulsionales como algunos han querido convencernos- con una constitución que nos regrese a todos un lugar de pertenencia mutua. Es el momento de hacer nuestra por primera vez una promesa que se resista a la fuerza del olvido. Una nueva constitución redactada en una convención constituyente es, sin duda, una deuda que este país tiene consigo mismo.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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