Columna de opinión: “Nada más que un punto…”
Hernán Guerrero Troncoso, académico del Departamento de Filosofía de la UCM.
El anuncio de la madrugada del viernes 15 de noviembre que inició el proceso de consulta para una nueva Constitución, lejos de poner fin a las movilizaciones, ha marcado un punto de inflexión, en virtud del cual se puede decir que la lucha que se ha dado principalmente en las calles, las plazas y los espacios de reflexión, se terminó por instalar en el corazón de la institucionalidad política chilena. Con todas las falencias que tiene, el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución constituye la primera reacción concreta del Estado que apunta a dar una respuesta efectiva a la crisis por la que atraviesa nuestro país, una solución que se haría cargo de las causas del estallido social del último mes, en la medida en que sustituiría el actual sistema político, o al menos corregiría sustancialmente sus mayores deficiencias, sobre todo en lo relativo al ámbito económico.
En efecto, a pesar de la imagen de oasis que ha querido proyectar, las cifras han demostrado desde hace tiempo que el nuestro es un sistema que agobia bajo su peso a quienes no estamos en la cúspide de la pirámide, a los ajenos al oasis, a quienes lo vemos desde afuera. Con todo, la propuesta de un nuevo sistema económico no se puede dar de manera mecánica, como si se reemplazara una cadena por otra dentro de la misma maquinaria, sino que presupone un nuevo pacto social, una nueva manera de plantear, incluso antes de la relación entre el Estado y los particulares, los términos según los cuales nos consideramos habitantes del país, el título según el cual cada uno pertenece a la nación.
En este sentido, se puede decir que el pacto social es similar al punto firme e inmóvil que buscaba Descartes, aludiendo a Arquímedes, para establecer su sistema, un punto tan firme, que permitiría sacar a la Tierra de su eje y ponerla en otro lugar. Más que un simple cambio de legislación, ese pacto implica un nuevo inicio para la sociedad y sus instituciones, ya que solo una vez que se ha establecido y se ha plasmado en una Constitución, es posible hablar de una institucionalidad firme y legítima, a la cual se le puede confiar luego la instauración de un sistema económico adecuado a la comunidad que se ha venido a conformar en virtud de él. Así, la Constitución es el punto de apoyo sobre el cual se funda la estructura normativa del país y, a su vez, el punto de fuga hacia el cual deben converger las instituciones que conforman dicha estructura. Posee, por ende, un carácter instrumental, en tanto que permite que el pacto social se concrete en la legislación que regirá a los habitantes del país. Sin un pacto social vigente a la base, la Constitución no tiene capacidad de sostener ni de guiar a la sociedad y, tal como ha ocurrido en la última década, termina por encontrarse en un conflicto constante con las demandas de una comunidad, que sigue una dirección distinta a la que ella traza.
Por otra parte, resulta que la decisión del Estado de llamar a consulta para un cambio de Constitución, dado su carácter fundamental y fundacional, constituye una respuesta mucho más radical y efectiva que cualquier grupo de medidas que intentara remediar los problemas que nos aquejan como sociedad. De hecho, recordando de nuevo a Descartes, si se quisiera resolver una a una las exigencias de la sociedad sin cambiar la estructura actual, se requeriría de un gran esfuerzo que se debería extender por mucho tiempo, y en el cual deberían estar de acuerdo todos los sectores que gobiernan el país, para que, quizás, se llegara a alguna parte… en la medida de lo posible. Por el contrario, “una vez socavados los fundamentos –en este caso, la Constitución–, todo aquello que hubiera sido edificado sobre ellos colapsaría espontáneamente”. En este sentido, cabe preguntarse cuáles son esos fundamentos que habría que demoler, para que así colapse la estructura desigual y violenta de nuestra sociedad.
Pues bien, aun cuando nuestra Constitución reproduce parcialmente el primer artículo de la Declaración Internacional de Derechos Humanos (“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”), la manera como estructura el sistema político y económico muestra que el énfasis se encuentra en la primera parte, en la libertad. Ha sido esta noción, entendida sobre todo como ausencia de coerción por parte del Estado, la que ha servido para justificar que servicios esenciales como la salud, la educación y la seguridad social hayan quedado principalmente en manos de los privados. Así, de entre todos los sentidos en que se puede concebir la libertad, se optó por el sentido comercial, y en función de esa acepción se interpretan la igualdad, la dignidad y los derechos. Estos últimos, en particular, vienen a ser entendidos en sentido subjetivo, como una lista de demandas, como una aspiración por alcanzar algo que un grupo de individuos no se puede procurar por sí mismos, y no de manera objetiva, como algo que el Estado debe asegurar y a lo cual todo habitante puede acceder si cumple con los requisitos, en caso de que los hubiera.
Sin embargo, tal como demuestran las cifras de desigualdad y las demandas del pueblo chileno, la libertad, sobre todo en sentido económico, no es una base suficiente sobre la cual se pueda fundar una sociedad. Solo lo sería bajo el supuesto de que hubo un momento en el cual todos los habitantes estuvieron en igualdad de condiciones y el ejercicio de su libertad determinó su riqueza o pobreza. Pero eso nunca ha sido así. El sistema premia a los que tienen y castiga a los que carecen, es más, dado que el premio proviene de los ingresos de estos últimos, se puede incluso sostener que el sistema es intrínsecamente desigual, ello permite que se despliegue y se perpetúe. Por otra parte, si los derechos, como meras aspiraciones, están supeditados a los vaivenes del sistema, no hay manera de asegurarlos, sino sobre la base de un mayor poder adquisitivo. Es por ello que la forma de validación que ha triunfado en los últimos treinta años ha sido el éxito económico, aunque sea aparente, a costa de un endeudamiento salvaje. La dignidad se viste, se exhibe, se compra, se vende y se arrienda.
Ahora, si colapsara esta especie de libertad como base de la sociedad –y, con ella, la desigualdad, el clientelismo en materia de derechos, el poder adquisitivo como fuente de dignidad–, podría esperarse que uno de los otros tres principios que animan la Declaración de Derechos Humanos prevaleciera y fundara un nuevo pacto social. Esta es la disyuntiva en la que nos encontramos ahora. Este es el punto que es necesario encontrar.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.