Columna de opinión: Los filósofos en los tiempos del Coronavirus. Una nota sobre Byung Chul Han
Dr. Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Pareciera ser, con más o menos intensidad aquí o allá, que los filósofos han encontrado una época, un tiempo global para referirse a lo que es, como todo lo parece indicar, una crisis de orden mayor. De alguna forma, los filósofos siempre han tenido la capacidad de abstraerse y hacer de estos ecosistemas globales críticos un espacio, digamos, “virtuoso”, para llevar adelante reflexiones acerca del presente y el futuro de la humanidad; es, precisamente, en las fracturas radicales donde emergen los pensadores epocales. No es necesario ir muy lejos para ver cómo la revolución francesa favoreció la emergencia de maestros como Rousseau, Voltaire, Montesquieu o Diderot. Después, por supuesto, Marx que, situado en el centro de una Europa en llamas que veía nacer el monstruo de la revolución industrial, nos heredó unos de los corpus teóricos más abarcadores, completos, geniales y delirantes que el mundo haya conocido. O el mismo Freud, que en la entre-guerras fue capaz de predecir el holocausto y nos hizo patente la existencia de una dimensión tan bestial como subterránea, tan siniestra como decisiva: el inconsciente. En fin, los ejemplos son infinitos y son muchos los que dejo fuera de manera imperdonable (Nietzsche, Arendt).
Hoy son los tiempos del coronavirus; tiempos densos, poblados de retórica y altamente tóxicos políticamente hablando. Frente a esto los filósofos globales no se repliegan, por el contrario, “se pliegan” a la contingencia. Por solo nombrar algunos, hemos visto cómo pensadores como el veterano Jean-Luc Nancy, el hiperquinético Slavoj Žižek, el tozudo Giorgio Agamben o el superventas Byung Chul Han, instalan sus reflexiones en el centro de una crisis mundial que bien necesita de sus polémicas y debates, entendiendo que lo que los moviliza, además de la tribuna, es una preocupación fundada y atingente en relación a esta pandemia que ha trastocado radicalmente nuestros modos de vida y que nos mantiene, hasta el momento, en el páramo del aislamiento y en el infierno de la incertidumbre.
De los pensadores mencionados, debo confesar mi admiración por los dos primeros (los he leído, sobre todo a Nancy), mi poco conocimiento de la obra del tercero (solo leí Homo sacer en aquellos viejos tiempos en que me interesé fuertemente por la biopolítica), y mi prejuicio respecto del cuarto. Digo prejuicio porque no lo he leído y más bien me he alimentado de lecturas en su contra que lo definen como un filósofo de frase corta, comercial y digerible a la primera. No sé si necesariamente estos son defectos o virtudes en un pensador, pero, reconozco que he fagocitado el estereotipo.
Sin embargo, es precisamente a un párrafo de Han al que me quiero referir desde esta cuarentana crítica, no porque pretenda ni de cerca sumarme a este olimpo de pensadores fuera de serie, sino porque me permite derivar hacia una consideración en relación a lo que, y en cuanto especie humana, atravesamos.
En su ya muy conocido artículo titulado “La emergencia viral y el mundo del mañana”, aparecido en español en el diario El País el 22 de marzo reciente, Han hace un interesante y documentado recorrido por las estrategias de enfrentamiento del virus tanto en los países asiáticos como en Europa, señalando el éxito que han tenido los primeros en relación a la contención de la pandemia, pero advirtiendo sobre el control excesivo que, desde el Estado hacia los ciudadanos, se ha desplegado de manera casi capilar, activando refinadas tecnologías de seguimiento y disciplinamiento. Por el contrario, Europa, según Han, habría equivocado el camino cerrando sus fronteras y reivindicando un re-auge del Estado nación, volviéndose hacia dentro, reaccionando e implementando tarde medidas sanitarias que eran requeridas desde hace mucho antes del colapso. En esta perspectiva, no queda muy claro si habría que importar las medidas tomadas en oriente o, bien, si las estrategias conducidas por los estados europeos están, simplemente, destinadas al fracaso y a la extensión de una pandemia sin límites.
Sin embargo y más allá de esto que podría derivar en confusión, Han (criticando a Žižek en su argumento de que el coronavirus llega para dinamitar las bases mismas del sistema capitalista mundial) señala lo siguiente en el último párrafo: “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte”. Me pregunto: ¿solo la cercanía física puede generar un “sentimiento colectivo fuerte”? ¿no es posible que la subjetividad colectiva, al interior de un mundo que experimenta una amenaza real, pueda prescindir del cara a cara y levantar un relato común, solidario y consciente relativo a nuestra igualdad en tanto seres humanos? Pienso que si algo ha traído este virus es que nos iguala frente a la posibilidad de la muerte, nos recupera en un plano de homogeneidad fundamental que derrumba barreras de clase, raciales, de género, etc., desactivándolas. El virus nos enrostra que estamos absolutamente vinculados, no necesariamente por las estrategias globalizantes, sino por una condición humana radical que nos emparenta frente al riesgo y que me hace reconocer en la alteridad la posibilidad de mi propia existencia.
¿Es necesario para que todo esto se despliegue que estemos sentados frente a frente? ¿qué compartamos un café o una copa o nos aglutinemos en manifestaciones masivas? Mi respuesta es no, no necesariamente. La construcción de una subjetividad revolucionaria puede sacudirse la interacción física y comenzar a tejerse desde la conciencia del aislamiento; de un aislamiento responsable en donde, aunque solos, nos sentimos más humanos que nunca, más cómplices que nunca, y en donde sea posible articular una razón vinculante que exceda y exilie la racionalidad vacua del individualismo.
Nietzsche decía “Tenemos arte para no morir de la verdad”. Cambiaría “arte” por “Humanidad”, así con mayúscula y en nombre propio.