Columna de opinión: “El guzmanismo” - Universidad Católica del Maule
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Columna de opinión: “El guzmanismo”

Columna de opinión: “El guzmanismo”
28 Oct 2019


Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía Universidad Católica del Maule y director del Centro de Investigación en Religión y Sociedad (CIRS).

Aunque el título de esta columna pudiera expresarlo, no me concentraré en la figura de Jaime Guzmán, arquitecto principal y ensoñación esquizofrénica con la que todavía conversa una derecha narcotizada con su legado. Fundamentalmente quisiera apuntar algunas consideraciones sobre lo que este abogado gremialista y su Constitución creó transversalmente, a nivel de subjetividad colectiva, en la sociedad chilena y cómo, igualmente, es posible leer en el último “paquete de medidas” (respuesta frenética y desesperada frente a la amenaza de un descalabro total del modelo y que contempla, además, la renovación completa del gabinete) tomado por el Presidente de la República, una expresión más de una racionalidad tan anquilosada como persistente, pero que, y en buena hora, ha alcanzado al día de hoy y gracias al estallido social (nunca vimos a tantos chilenos y chilenas ensanchando las calles de todo el país), su máximo nivel de inestabilidad, encontrándose al borde de un precipicio donde no hay barandas.

Por “guzmanismo” entenderemos, a modo general, un tipo de racionalidad económico-política que permeó radicalmente la subjetividad chilena, generando una sociedad ultra limitada en su agenciamiento, donde la desigualdad es naturalizada, la exclusión normalizada y la inmovilización social asumida. Habría que sumarle a esto la mercantilización de las relaciones humanas y la preminencia de un mercado que se asume como el único dispositivo de cohesión social posible, por lo tanto, dinamitando cualquier idea de lo “común” y relegándonos cómodamente a la dimensión de lo “mío”, de lo individual y de lo que no compartiré jamás.

En esta línea, en primer lugar, el guzmanismo no deviene únicamente una ideología política que termina por definir de manera –casi– definitiva la estructura completa de un país, sus límites, sus posibilidades, sus reformas y sus retrocesos. No, el guzmanismo debe ser entendido como un enorme paradigma que se gestionó desde la más tenebrosa articulación entre militares, juristas y economistas (mientras en Chile se asesinaba y se torturaba) y que se inoculó, con la misma potencia, en los aspectos más puramente formal-jurídicos, así como en la más específica y cotidiana forma de relación social (Tomás Moulian dixit). El guzmanismo es un fantasma callejero, presente en nuestras interacciones más básicas, y que se disemina espectralmente, también, en el plano institucional, haciéndonos sujetos increíblemente respetuosos de las instituciones del Estado, de la jerarquía y de la autoridad, en fin, hombres y mujeres autocomplacientes que hemos terminado por fagocitar sin mascar lo que se nos ha hecho entender por democracia.

Esto ha implicado, en palabras de Max Weber, la instalación de una “razón sustantiva”. El guzmanismo nos ha trazado la ruta para hacer de la desigualdad no un espacio para que la justicia social encuentre un ecosistema favorable, por el contrario, la desigualdad es el orden las cosas y no debe ser superada identificando un sistema contrario, o construyendo un relato en torno a un lazo social solidario y vinculante donde el mercado sea un elemento más de ese lazo. Nada más alejado de los salmos del guzmanismo. De lo que se trata, al revés, es de que el mismo mercado desregulado y sin fronteras debería superar las brechas, pero sin olvidar que el principal objetivo del capitalismo es producir riqueza y no estabilizar la igualdad como principio organizador de la sociedad. Recordemos que, como reza en las biblias neoliberales de Hayek y Friedman, la desigualdad es necesaria porque estimula la competencia y es esta misma competencia la que da oxígeno al mercado.

Todo esto lleva al guzmanismo, de manera implícita en el relato de su séquito político-civil proclive pero evidente en la sociedad chilena de los 80 y de post-dictadura, a favorecer la exclusión. Los mecanismos para sedimentar esta técnica en la sociedad chilena han sido variados y van desde los principios fundamentales del neoliberalismo (focalización, privatización, sustitución de la demanda, políticas monetarias restrictivas, etc.) hasta las medidas de mercantilización de la educación, por ejemplo, tomadas durante los primeros gobiernos de la Concertación. Pensamos, puntualmente, en el famoso Crédito con Aval del Estado (CAE), que hizo que miles de familias chilenas –en un ejercicio casi sacrificial sin pensar en el macabro futuro de endeudamiento que les esperaba– optaran por enviar a sus hijos a la universidad haciendo un contrato con la banca y permutando su destino al mercado. Pensemos también en la exclusión a nivel de salud o en la vejez como algo a lo que no se quisiera llegar, no porque ésta sea el tramo final de un ciclo vital, sino porque es preferible morir antes; antes de enfrentarse a una pensión de hambre o a morirse por falta de dinero para comprar remedios. No olvidemos tampoco el Transantiago que se inauguró (2005) paralelamente a la Autopista Costanera Norte. Para los más ricos una carretera –que ya se quisiera cualquier país europeo– que les permitía atravesar la ciudad en 20 minutos, para los más pobres, un sistema de buses inoperante que hizo de sus ya difíciles vidas, algo insufrible. En definitiva, la exclusión no es una externalización negativa del Chile de Guzmán, sino una planificada y arbitraria medida que debe ser extensiva y generalizada para consolidar nuestra economía en el mundo.

Finalmente, la desmovilización. Esta también ha sido una clara herencia del guzmanismo que los gobiernos de la Concertación y por supuesto los de derecha, han sabido monitorear –con éxito relativo– hasta hace una aproximadamente semana. Se asumió, desde el inicio de la transición, la urgente necesidad de que los chilenos y chilenas se desideologizaran. No se podía favorecer el brote popular que en los 80 terminó por derribar la dictadura, precisamente porque en el nuevo contexto, la movilización y lo político eran una amenaza para la naciente democracia que convivía y respondía sin complejos a la mirada atenta de Pinochet que tenía, todavía en ese entonces, a las fuerzas armadas cuadradas y leales. Se optó de esta manera por crear un individuo aspiracional, desafiliado y endeudado, contento con lo poco que le llegaba del “chorreo” y haciendo de los malls su panorama dominguero principal. La televisión por entonces nos agobiaba con éxitos como “Viva el lunes” o “Morandé con Compañía” (programa perturbador que todavía se televisa por las pantallas bizarras del “Mega”), y los diarios nos atomizaban el cerebro con el último escándalo protagonizado por las novias de turno de Zamorano o el “chino” Ríos. Todo estaba dirigido a desmovilizar, a des-radicalizar y a transformarnos en muertos vivos sin discurso, sin política y adecuados al páramo consumista que fue la década de los 90. El guzmanismo así lo había decretado y la nueva clase política así lo había ejecutado. Si bien el movimiento estudiantil del 2006 y el 2011 lograron poner en entredicho el legado de Guzmán, siendo un noble estallido que venía a cobrar una deuda histórica en educación y que se extendió a tal punto que se discutió realmente la posibilidad de una nueva Constitución, todo siguió prácticamente igual y, a pesar de las reformas (algunas de ellas muy relevantes como la gratuidad), el fantasma de Guzmán seguía riendo victorioso.

Las últimas medidas tomadas por Piñera, lejos de ser una respuesta radical a una demanda –que sí es radical– que exige una nueva Constitución, no son más que otra expresión del guzmanismo que ordena y organiza los relatos políticos, las agendas del gobierno y el imperativo del Estado neoliberal. No se está comprendiendo que esto no se soluciona con reformas parciales o con medidas de urgencia que permitan recuperar la gobernabilidad. No, el estallido social que ha evidenciado la cultura del abuso indiscriminado y que se ha desplegado por décadas en todas las esferas de la sociedad chilena, requiere de una superación total del guzmanismo, es decir, de lo que hemos entendido por normalidad durante casi 40 años. Esto es lo que millones de chilenas y chilenos han exigido en las calles el último viernes; la más hermosa, poética y pacífica expresión de una demanda popular.

Sebastián Piñera tiene solo una salida posible si no quiere que las calles se sigan ensanchando y los indignados multiplicando: llamar a un plebiscito para cambiar la Constitución. Estamos frente a un cambio epocal y político de orden mayor, donde todas las estructuras que han definido no solamente el estado-nación están acorraladas en una desestabilización límite, sino que al mismo tiempo asistimos a la urgencia de una refundación, de una nueva sociología como país y de un nuevo pacto social que expulse al fantasma de Jaime Guzmán de Chile para siempre.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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