Columna de opinión: Armando Uribe: El Quijote distópico
Dr. Javier Agüero Águila, director del Centro de Investigación en Religión y Sociedad (CIRS) de la Universidad Católica del Maule.
Hablar in memoriam de Armando Uribe es un ejercicio que podría caer en cierto patetismo. Para un poeta que hizo de la muerte su ecosistema favorito y que la asumió con la frialdad aristocrática que le era inherente, esto podría parecer un chiste. Sin embargo, esta suerte de estoicismo frente al fin era complejo, aporético, sin duda espeso e inclasificable.
Era un hombre urbano, parte del paisaje del cordón forestal-Lastarria que alimentaba sus caminatas con dosis, por decirlo menos, extravagantes de cigarrillos. Todo esto hasta que decidió recluirse (a lo Pascal), decir basta, no más, como si la muerte de su esposa, Cecilia, lo hubiera dejado suspendido en una tierra baldía y bizarra de la cual no quiso salir nunca más. Este suicidio social no puede sino ser entendido como un acto de valentía, de fractura con el mundo, de una brutal dispersión respecto de los protocolos y la diplomacia, lo que sin duda lo encadenó a una visión aún más densificada de la muerte, quizás el metarelato de toda su poesía.
Fue diplomático en Estados Unidos y China; defensor de tratados antinucleares; publicó libros sobre derecho penal y minería; compartió, durante su exilio en París, con intelectuales como Jacques Derrida, René Major y Elisabeth Roudinesco; fue profesor de la Sorbona y de la Universidad de Michigan. Pero sobre todo fue un poeta –inclasificable más allá de su pertenencia a la generación del 50–; un poeta de la muerte y el tiempo; de la paciencia también. Y es, quizás, en esta dimensión heideggeriana que se podría apostar por una brusca síntesis de su obra: “hay tiempo porque hay muerte”, señalaba Heidegger.
Armando Uribe comprendía de manera absoluta esta ecuación filosófica, entendía que sin la meta-certeza o la certeza frente a la cual se estrellan todas las demás, la muerte, no se podía percibir ni entender el tiempo. Por eso sus largas caminatas, por eso su reclusión voluntaria, ahí la explicación de su viaje interior que no tuvo retorno. Era necesario experimentar el tiempo en diferentes formas, públicamente, poéticamente y en la más radical de las soledades.
Alguna vez lo seguí por el Parque Forestal, sin que si diera cuenta por supuesto. Fue una media hora en donde quemó, al menos, 10 cigarrillos. Su figura era la de un Quijote, pero sin utopías, un Quijote distópico. Quería saber dónde iba, cuál era su destino. Simplemente dio vueltas en círculos y regresó a su casa. Alguna vez me pidió fuego, no me dio las gracias, era su manera despectiva de rechazar la cotidianidad y afirmarse en su brutal concepción de la vida, la muerte y el tiempo.
Nos deja un poeta mayor, un intelectual de enorme calibre y extrema fineza. Un hombre que hizo de su poesía una lucha contra los tiempos y que apostó por hacer emerger en cada uno de sus versos la paciencia estoica de quien entiende a la vida al límite, siempre, con el fin.
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