Columna: "El ocaso de la confianza legítima" - Universidad Católica del Maule
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Columna: “El ocaso de la confianza legítima”

Columna: “El ocaso de la confianza legítima”
14 Oct 2025

Francisco Medina Krause, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Católica del Maule y candidato a Doctor en Derecho por la Universidad de los Andes.

El principio de confianza legítima parece estar en retirada. Esta construcción dogmática de origen germánico, adaptada en Chile por el excontralor Bermúdez y que tuvo su mayor esplendor en la tercera sala con el exministro Muñoz, ha ido perdiendo vigor. Ya en 2024, Dorothy Pérez le asestó los primeros golpes críticos, y hoy la Corte Suprema sostiene que su aplicación contraviene la regla de oro del derecho público: el principio de juridicidad consagrado en el artículo 7° de la Constitución.

Con fecha 7 de octubre de 2025, la Corte Suprema confirmó íntegramente una sentencia de la Corte de Apelaciones de Talca -redactada por el abogado integrante Rodrigo de la Vega- respecto de la eventual validez y aplicación del principio de confianza legítima. Sobre la base de los arts. 6° y 7° de la Constitución, el fallo no dice sino lo evidente: ni la Constitución ni la ley contemplan tal principio. “Se trata, por tanto, de una construcción derivada de pronunciamientos administrativos de la Contraloría General de la República que, sin perjuicio de su eventual valor hermenéutico, no puede ser invocada en sede judicial como reglas decisorias litis para crear derechos subjetivos que el legislador no ha previsto expresamente” (considerando 9°).

En efecto, el art. 10 del Estatuto Administrativo, que establece expresamente el régimen temporal y precario del empleo a contrata, es una disposición de absoluta perspicuidad. En palabras de la sentencia, esta es una “norma de carácter imperativo que no admite interpretaciones extensivas ni excepciones no contempladas por el propio legislador”. Asimismo, su aplicación altera las reglas que rigen la carrera funcionaria, y permite crear -de facto- cargos de planta sin cumplir con los requisitos que la ley exige. En suma, aplicado al caso de los funcionarios a contrata, la confianza legítima desnaturaliza todo el sistema jurídico-público nacional.

Si lo anterior es cierto, ¿por qué este principio encontró tanta acogida en la última década? Todos conocemos la respuesta: actualmente la Administración emplea mucho más que el 20% de funcionarios a contrata permitido en el art. 10° ya referido. Es decir, producto de severas deficiencias presupuestarias y normativas, el Estado es servido por cientos de miles de personas que carecen de estabilidad en su empleo. Así, aunque originalmente pensado como un régimen de excepción, el hecho de que la contrata se haya convertido en regla general provoca, naturalmente, tensiones políticas y sociales difíciles de gestionar. Tensiones de las cuales no quedan exentos los demás poderes del Estado.

En el fondo, estamos frente a un problema político/legislativo, revestido de sofisticados argumentos jurídicos. Por ejemplo, se dice que la confianza legítima es una expresión de principios como la buena fe, o del adecuado ejercicio de la potestad invalidatoria de la Administración. Dado que estos argumentos ya han sido sólidamente refutados por la doctrina nacional (Letelier, 2014; Ponce de León, 2014; Soto, 2020), sólo quisiera mencionar brevemente un par de cuestiones de carácter constitucional.

Se ha dicho que la confianza legítima emana del principio de seguridad jurídica del art. 19 N°26 de la Constitución (Bermudez, 2005). Sin embargo, la seguridad jurídica consiste en “dotar de previsibilidad al ordenamiento jurídico, de manera que los ciudadanos puedan conocer de modo anticipado las consecuencias jurídicas de su propia conducta” (Phillips, 2024). En este sentido, el art. 10 del Estatuto permite a los funcionarios conocer con exactitud la fecha del término de sus funciones, de tal modo que es difícil pensar en una norma con mayor previsibilidad que aquella que dispone un plazo fijo. Así, la confianza legítima produce lo contrario, inseguridad jurídica, porque no tiene plazo, regulación ni consagración positiva alguna, al punto que hay quienes dicen que se configura a los dos años, otros a los cinco, otros a los diez, etc. ¿Cómo un principio así puede ser una manifestación seria de certeza y estabilidad en el trato de la Administración con sus funcionarios?

En segundo lugar, también suele esgrimirse que sobre la calidad de funcionario existe una especie de propiedad, en términos del art. 19 N°24 inc. 1°. Aquí simplemente quisiéramos recordar las acertadas palabras del Tribunal Constitucional, órgano que ha sostenido que el “funcionario público no tiene un derecho de propiedad tutelado por el artículo 19, Nº 24, sobre su empleo, sino un derecho a la continuidad en su función, mientras no sobrevenga una causal de cesación en el cargo. A diferencia del derecho de dominio que entra al patrimonio del titular y es negociable, el derecho a la función pública, propia de los empleados públicos, es un derecho estatutario y sometido a la regulación unilateral del legislador (STC 1133 c. 31, 8261-20 c. 32)”.

Con esto no quisiéramos descartar la hipótesis de que la estricta aplicación del art. 10° del Estatuto podría afectar derechos fundamentales. Por cierto, este es un escenario posible, pero que debería ser canalizado por la vía destinada al efecto: el requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad. En efecto, nuestro ordenamiento jurídico contempla la posibilidad de que una decisión de la autoridad, sin vicios de legalidad, produzca efectos contrarios a la Constitución. Pero no nos parece que esa sea la regla general en este caso, en el que sólo se trata de la normal vigencia de la carrera funcionaria.

Como dijimos, la raíz del problema se encuentra en la ley. En términos del art. 7° de la Constitución, es competencia exclusiva del legislador determinar la organización básica de la Administración Pública y garantizar la carrera funcionaria (art. 38 inc. 2°). Si la prudencia del Congreso no considera necesario actualizar el Estatuto Administrativo, ni modernizar el empleo público, ni ajustar las partidas presupuestarias, ni ofrecer mayor estabilidad a las calidades precarias, no puede ni debe hacerlo el Poder Judicial. Su misión es fallar en derecho, con pleno respeto al principio de separación de poderes que funda nuestra república, y con estricto apego a los principios de legalidad y juridicidad.

En suma, es de esperar que la jurisprudencia continúe por esta senda, y mantenga incólume la regla de oro del derecho público chileno, como suele hacerlo. Después de todo, los órganos del Estado sólo pueden actuar “dentro del marco de competencias que expresamente le han sido otorgadas por el ordenamiento jurídico, a diferencia del ámbito privado donde rige el principio de autonomía de la voluntad que permite realizar todo aquello que no esté expresamente prohibido” (considerando 9°). No está de más recordar que esta regla, heredera de la Constitución de 1833, está por cumplir dos siglos en vigor y sigue siendo la viga maestra de nuestro orden constitucional. Perderla de vista no sería un gesto de modernidad, sino un retroceso en la seriedad del poder y en la confianza de los ciudadanos.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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