Columna: “Hijos de los árboles”

Dr. Claudio Garrido Sepúlveda, director del Departamento de Lengua Castellana y Literatura de la Universidad Católica del Maule.
(Publicado originalmente en Diario Talca)
Con-memorar el día del libro es —como lo indica la etimología del verbo— traer a la memoria el libro en su apasionante derrotero histórico. Es el acto de detenerse un instante a reflexionar sobre el libro como ese sobreviviente milenario que porta, ab illo tempore, los ideales que no queremos olvidar. Celebrar el libro —como si de un cumpleaños se tratase— es obviar su carácter de objeto y concebirlo al menos metafóricamente como un ser vivo más, que tiene un nacimiento, un desarrollo y una muerte. No es casual que la misma palabra libro no haya derivado del griego byblos, en referencia a la antigua ciudad del Cercano Oriente, sino del vocablo latino liber, con el que los romanos aludían a la corteza de un árbol. Bajo esta mirada, cobran sentido las palabras de Irene Vallejo: “los libros son hijos de los árboles que fueron el primer hogar de nuestra especie y, tal vez, el más antiguo recipiente de nuestras palabras escritas”. En efecto, la rugosa corteza se ha convertido en una suave cubierta, cuyo lomo evoca, otra vez, un aire de ser vivo; las terrosas raíces han resurgido en raíces léxicas que dan sustrato a los diversos géneros de tronco: líricos, narrativos, expositivos y argumentativos; las ramas que se alzan siempre hacia el cielo se han ramificado en infinidad de disciplinas, historias y fantasías por medio de las cuales elevamos nuestra imaginación y comprensión de la existencia bajo las estrellas; finalmente, las multiformes hojas verdes se han decolorado en blanquecinas hojas rectangulares capaces de cobijar una infinidad de palabras.
Habitamos tiempos de cambio climático y el árbol es uno de aquellos seres que apremia proteger. Podríamos añadir —extendiendo un poco más la sabiduría de las metáforas— que los cambios climáticos trascienden la mera temperatura: los cambios se agitan en el clima cultural, en el clima social, político, educativo, etc. Y en medio de tantos movimientos telúricos, hay otro ser viviente que podría entrar a una condición de vulnerabilidad o de peligro de extinción: el libro. En este sentido, la genuina consciencia climática va más allá de atesorar el libro, cual objeto inalterable, en los anaqueles de suntuosas bibliotecas que actúan como un mausoleo. La verdadera reforestación del libro ocurre, más bien, cuando un lector sorbe de sus páginas arbóreas la savia originaria; cuando por medio de la lectura escalamos sus ramas con la misma fascinación con que trepa un niño; cuando, al voltear la hoja, respiramos la misma brisa que se agita bajo los gigantes relictos de un bosque nativo.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.