Columna: “Hay que ser bien picante”
Ximena Quiñones Díaz, investigadora del Proyecto Anillos 230028 de la Universidad Católica del Maule, Juan Carlos Skewes, investigador del Proyecto Anillos 220008 de la Universidad Alberto Hurtado y Eduardo Valdés Fuentes, Antropólogo Social.
(Publicado originalmente en El Mostrador)
“No seái picante”, es una expresión común en nuestro país. Con ella por lo general se refiere a lo ordinario, a lo de mal gusto. Lo picante, desde esta perspectiva, es lo indeseable, lo que rebaja y margina. El sentido común nos juega en este, como en otros casos, una muy mala pasada. El reciente reconocimiento al merkén como un condimento de categoría mundial es el merecido homenaje que recibe el picor como sabor de nuestra tierra.
Quienes han despreciado el ají picante, el cacho de cabra o el puta madre, han vuelto la espalda al patrimonio culinario que genuinamente nos posiciona en las mesas internacionales de la alta cocina.
El desprecio en cuestión no es menor en términos económicos. Una cultura eurofílica que nos hace avergonzarnos de nuestras raíces, nos lleva a saquear el territorio para ofrendarlo al mundo del norte, desmantelando con ello la riqueza que se crio en este suelo desde tiempos prehispánicos y que hoy subsiste en huertas indígenas y campesinas mestizas. El picante, por el contrario, nos lleva a cultivar aquello que nos da sentido como sociedad (e ingresos en lo económico).
El ají es una planta sudamericana y, por adopción, global. Su efecto sobre el cuerpo no radica en su sabor, sino que, más bien, en aquella sustancia –capsaicina– que envuelve la semilla y que actúa sobre los nervios sensores del dolor, o nociceptores. Es un tesoro que los pueblos originarios del continente supieron aquilatar.
En ella encontraron no solo su valor para su alimento, sino que además hicieron un extenso uso de sus propiedades medicinales, de su estética y de sus atributos trascendentes. Pero este sabor indígena penetró tempranamente y con fuerza en la mesa de los colonos hispanos: en 1645 se enviaban en nombre del virrey provisiones a la guarnición militar de Valdivia desde el puerto de Valparaíso compuestas por “harina, frangollo, grasa, ají, charqui y cebolla, un almud de membrillo, orégano e higos secos de Putaendo” (Pereira, 1997; 40).
Antes que sus contrapartes modernas, los médicos del Nuevo Mundo reconocían, entre otras, las propiedades de la capsaicina, el compuesto activo de la planta, que favorece la pérdida de peso, reduce los niveles de colesterol y triacilglicéridos, además de aliviar el dolor haciendo menos sensibles los nervios que lo captan.
El ají también se usa en rituales como el sahumerio, donde se ocupa para espantar los malos espíritus (Montecino, 2004) y para sacar el “mal de ojo” (Campos-Navarro, 2016). Pero, claro, esto era, para la oficialidad occidental, superstición. En la actualidad también se comercializa para los dolores de la artritis (Velasco, 2018) y se recomienda para regular el apetito e, incluso, para el tratamiento de la depresión.
A diferencia de nuestra tosca manera de ver el mundo que, entre otras cosas, supone separar lo material de lo espiritual, los pueblos originarios brindaron respeto y protección a las plantas que nutrían su condición integral de seres en el mundo.
Nótese la finura con que el pueblo aymara, a modo de ejemplo, cuida sus semillas de maíz usando el ají para ello: “Después de la cosecha, se escogen las semillas de mejor apariencia y de mayor tamaño y son acopiadas y almacenadas tradicionalmente y temporalmente en canastillas construidas en base a totora o tallos de trigo, a las cuales se las denomina Sixi. Estos contenedores (Sixi) se acomodan dentro las casas. En la base colocan las pieles de los cueros de los animales y luego se colocan los contenedores de sixi en forma vertical y se llenan con las semillas hasta el tope, después se coloca una cruz hecha de palitos, y se colocan con un pañito blanco que en su interior contiene pepas de ají o simplemente ají” (Mamani y otros, 2024).
Igual cuidado se advierte entre las familias campesinas de Palmilla, en el Maule, quienes, tras inventar la técnica de ahumado del ají por medio de la zaranda, descubren que las tejas de la techumbre van dando distintos matices al color de su producto. Contrastan la finura con que se trata a las plantas en el mundo indígena y campesino con los socavones brutales de la minería, con las podas inclementes de los municipios y servicios eléctricos, o con la “limpieza” que del suelo hacen las motoniveladoras y la maquinaria forestal.
El ají, este tesoro americano, amedrenta al espíritu europeizado y norteamericanizado de nuestras clases pudientes que, en el cuerpo, advierten el pecado y, en sus efluvios, lo ordinario. El ají excita, enrojece y, a ratos, ahoga. A su modo, el ají atenta contra el refinamiento con que nuestra cultura exaltó la negación de la materialidad de la existencia humana.
Para quienes, en cambio gastan grandes energías en esfuerzos físicos cotidianos como cargadores, pescadores, recolectores, arrieros o trabajadores agrícolas, así como futbolistas de barrio, el ají retrotrae al mundo, a la corporalidad propia y recuerda que nuestra condición, por mucho que reneguemos de ella, es terrena y, por lo mismo, su continuidad depende de los cuidados prodigados al medio que la hacen posible.
Los cuidados que hoy merece el ají, sin olvidar los ofrecidos por la patria india, están enmarañados con las prácticas comerciales. La magia del fruto permite su diversidad, de modo que los agricultores pueden singularizar sus producciones, asociando semilla, suelo, clima, técnicas de selección, cultivo y de conservación, entre las que se reconocen prácticas ancestrales universales pero a la vez únicas en cada territorio, tales como el secado al sol en canchas y el ahumado, que aseguren la singularidad de su oferta. Son las condiciones ideales para una comercialización sustentable y para la creación de lugares de acogida para visitantes.
En este último sentido, un llamado necesario, invita a ser bien picantes, a consumir ají y a cuidarse de los nervios.