[responsivevoice_button voice="Spanish Latin American Female" buttontext="Escucha la nota"] Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule. (Publicado originalmente en El Desconcierto) «La duda debe seguir a la convicción como una sombra”, es la célebre frase que Albert Camus escribió en 1943 en el periódico de la resistencia francesa Combat. La frase se ha transformado, quizás para desazón del mismo Camus –que impugnaría tanta manipulación desde su tumba– en una suerte de principio de la política, un demiurgo, un canon; un tipo de supra-significante que ha permitido dar radical soltura a la itinerancia de las convicciones mismas, es decir, al hecho de que a nuestras más prístinas ideas o imaginarios sobre el mundo deben siempre estar acechadas por una duda que, finalmente, nos permite deambular de convicción en convicción. Duda que genera una suerte de portal por donde la política, en su dimensión de pura contingencia, entra a su lugar natural y específico: el de la torsión, el de los gestos múltiples y variables, el del nomadismo de nuestros presupuestos fundamentales respecto de las cosas y, con todo, a la zona de la estructural constatación de que nada es de punto fijo, inmutable, incombustible, sino por el contrario, susceptible, veleidoso, pasajero. Y es tan penetrante esta condición de la política que pareciera que quien no la quiera entender, pues debe pagar con su vida e inmolarse por llevar sus convicciones más allá de lo admisible (Allende). La frase de Camus es la que Gabriel Boric, como muchas y muchos sabrán, pone como corona en su cuenta de twitter y, quizás, nadie mejor que su figura para expresar el sentido de lo que se ha descrito. Mi intención no es hacer una evaluación “técnica” de un gobierno que en un año ha sabido de naufragios, desaciertos imposibles, militarizaciones, despegues y aterrizajes y que, incluso (y urgido por el imperativo de los famosos “gestos” propios de la política para recomponer “alianzas”) ha reverenciado a expresidentes que favorecieron –de una u otra forma– el desate y enajenación de la furia militar en 1973 monumentalizándolos en el frontis de La Moneda. A lo que sí me animo, brevemente, es a aventurar que en la figura de Gabriel Boric, desde que es Presidente de la República, la duda no ha sido una pura sombra en sus convicciones, sino que el dispositivo principal que ha organizado su forma de “hacer” política en este primer año y que se diferencia de su pasado –ya sea el estudiantil o el de diputado–, dando paso a torsiones permanentes que permiten ver en él una suerte de fenotipo político que demanda análisis y que bien podría aperturar zonas para que la reflexión, en sentido amplio, encuentre un nuevo nicho y no pueda excusarse. Gabriel ha cristalizado en un año, de manera casi perfecta, aquello que está presente en la frase de Camus y la interpretación que ha conseguido a lo largo del tiempo. Su historia política puede ser comprendida como el arco de una desradicalización y su figura como la metáfora de un sacrificio. En su primer discurso, la noche en que fue electo, citó a Salvador Allende y terminó el año pasado (30 de noviembre) inaugurando una estatua en honor a Patricio Aylwin. Cedió frente a las presiones de una derecha colérica por las palizas que había recibido en las elecciones anteriores pero que, después del 4 de septiembre, recuperó el aliento oligarca y el timón que le es tradicional quitándole toda posibilidad de relato al gobierno. Y Gabriel tuvo que conceder sin capacidad de vertebrar una prédica sustantiva que le permita entrar a la disputa. Y gran parte de su discurso se formalizó en torno a la ritualización del perdón; perdón tras perdón; nada de relato sino afloje e incapacidad de leer políticamente el juego en el que lo había hecho entrar la derecha que, de agazaparse para contraatacar, sabe. La pregunta es si tenía más alternativa y si nosotras/os realmente preferiríamos a un presidente callejeando, con megáfono y estética setentayochista a uno que, como él mismo lo dice, aprenda a “habitar el cargo” y se ajuste a la textura rugosa de la formalidad republicana. La abdicación a los principios es casi una condición sine qua non cuando se gobierna, y Gabriel lo supo o lo aprendió en este primer año. La lejanía con el poder radicaliza y la cercanía modera, es una ley, y no podría ser de otra forma. Cada vez que ha querido ser él mismo y desatado la pulsión de sus convicciones –los indultos, por ejemplo– el metabolismo brutal de la política lo ha obligado a entrar en algo así como una lenidad, de blandura, y a tener que desplazarse hacia zonas de sacrificio y descartar toda posibilidad de contraataque discursivo porque, justamente, no tiene discurso. Es por esto que ha debido recurrir a una que dábamos por muerta: la Concertación; a aquellos y aquellas que sí tienen relato (nos guste o no) y que de cara a la hemorragia verbal y gestual de una derecha que sabe que tiene el listón, han sido su real primera línea. Eran un cadáver, pero Gabriel, este primer año, les regaló un gran domingo de resurrección y, al día de hoy y con el cambio de gabinete de ayer, son mayoría en el gobierno. No pretendí, como sostuve al principio, hacer un balance -no soy un contador (con respeto ciertamente por este oficio)-, sino una lectura a ras de suelo de lo que hereda como fenómeno político la figura de Gabriel Boric quien, en un año y a mi juicio, supo más de aterrizajes que de despegues, mucho más de permutas que de convicciones y quien asumió que, al fragor de la política en serio, tuvo que sacudirse de sí mismo y vestirse con el ropaje circunspecto de la instrumental negociación, con lo que la política obliga cuando de gobernar se trata. Voté por Gabriel Boric y lo haría de nuevo. Y voté no solo porque amenazara en ese momento la telaraña de Kast, sino porque creí –y creo aún– en su honestidad y en la posibilidad de ser testigo de un imaginario político en donde se consolidara un verdadero y consistente relato que permitiera, al menos en parte, dejar atrás las crueldades del neoliberalismo. Después de un año de gobierno, aterrizo más que despego, exhalo más que inspiro, me fijo más que estremezco y me congelo más que entibio. Sin embargo, y con todo, sigo creyendo que la sombra de la duda pueda, en algo, replegarse y darle una tregua a Gabriel. “Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.