"El malestar y el fuego en el oasis chileno" - Universidad Católica del Maule
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“El malestar y el fuego en el oasis chileno”

“El malestar y el fuego en el oasis chileno”
28 Oct 2019

Análisis del actual contexto social de Chile del Dr. Julien Vanhulst, sociólogo y académico de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad Católica del Maule.

En Chile, la primavera ha despertado demonios escondidos detrás de la imagen de un país modelo. Un gran movimiento social, que no tiene ningún líder más que las personas mismas, reúne el conjunto de la población y crece cada día más. En la calle, se vive una mezcla de alegría por este reencuentro, de rabia por la deuda histórica de los gobiernos y las élites, de tristeza e impotencia frente a las consecuencias de la represión brutal, de dudas frente a lo que pasará mañana.

Los que buscan entender y que tienen cierta sensibilidad frente a lo que se está viviendo tienen la cabeza llena de preguntas frente a los sinsentidos e incoherencias del modelo chileno, como si Chile había despertado de un largo sueño inducido. ¿Todo Chile? Ciertamente no, muchos comulgan con las respuestas de las élites y la criminalización del movimiento, pero una gran mayoría está marchando para exigir un cambio ahora y construir un (mejor) futuro para todos.

¿Qué pasó en Chile que permita explicar las expresiones del malestar social en las calles, de desconfianza generalizada de la clase política y las movilizaciones multitudinarias y transversales casi sin precedentes en la historia reciente del país?

No podemos entender el levantamiento de la población chilena sin contextualizar, considerando al menos los últimos 30 años, pero también, más allá, los cimientos del modelo neoliberal construido en la represión, el miedo y el autoritarismo de la dictadura de finales del siglo XX en Chile. Un modelo económico neoliberal a ultranza, desmedido, exacerbado, que ha penetrado casi todas las dimensiones de la vida. El “oasis” chileno (dixit el pdte. Piñera), es ante todo un laboratorio de la privatización y del neoliberalismo económico, con una seguridad social reducida al mínimo, un ciudadano que es ante todo un consumidor trabajando para asegurar una vida material insostenible (social y ambiental, cultural y económicamente), con un Estado que ha tomado medidas paliativas para los más pobres, pero sobre todo que ha asegurado un oasis para los más ricos.

El resultado es el que conocemos: aguas arriba, un país con indicadores económicos positivos (aunque cuestionables), aparentemente capaz de resistir las crisis, pero fuertemente dependiente de la producción primaria (y en particular del cobre y de los commodities alimentarios), y fuertemente desigual. Esta estabilidad económica permite de alguna manera mantener la estabilidad institucional y la calma ofreciendo un poco de sueño chileno a las clases más desfavorecidas, con un paquete de medidas y gastos sociales focalizados (en la salud, la educación, el trabajo, etc.) que fingen romper con las injusticias y la inequidad (lo hemos visto con las movilizaciones por una reforma profunda de la educación, que no han obtenido lo solicitado). Finalmente, las políticas públicas son “neutralizadas” o aseptizadas por el tecnocratismo experto y legal, todo es una cuestión de cálculo racional y de aplicación de protocolo (las pensiones, el trabajo, la educación, la salud, el medio ambiente, la energía, etc.), lo que hace difícil el cambio en función de nuevas necesidades y racionalidades. El mantra es la racionalidad económica traducida en códigos que aseguran la permanencia del modelo.

Aguas abajo, Chile es un país fuertemente centralizado, con una concentración del poder en Santiago, y fuertes desigualdades socio-económicas entre las regiones, sin autonomía política regional para poder tomar decisiones adecuadas a nivel local, fuertemente desigual y segregado. Estas desigualdades tienen repercusiones en muchos sectores: educación, salud, vivienda, y también medio ambiente. Podemos ver como las injusticias ambientales están claramente correlacionadas con las injusticias sociales de manera extrema (por ejemplo, el caso de las “zonas de sacrificio”, territorios enteramente sacrificados en el altar del desarrollo). Pero todo parece “normal” porque obedece a las leyes de la racionalidad económica, por lo tanto “nada que hacer”, una suerte de sumisión naturalizada que de vez en cuando estalla fuera de estas formas de lo político aseptizadas, y frente a las cuáles la política convencional no tiene otra respuesta que la criminalización y la represión en nombre del orden natural (izado).

Colonia e independencia

De modo análogo al paso de la colonia española a la independencia, desde el retorno a la democracia, Chile salió de una dictadura político-militar, pero el poder quedó en manos de una élite económica y política (a menudo conectada) que defiende sus propios intereses, el interés de un 1% de la población, que mantiene el modelo neoliberal intacto gracias al simulacro del ascensor social. De tal modo, todos emulan el modelo pensando poder acceder a un modo de vida deseado por todos, pero inalcanzable y no generalizable. Las clases altas se sienten cómodas en éste clima, las clases medias quieren (y piensan poder) acceder a una mejor vida mediante el incremento de su poder adquisitivo, con trabajo o con créditos, y las clases más pobres son finalmente asistidas por ayudas públicas menores que permiten la reproducción del modelo ofreciendo fuerza de trabajo barata a la élite económica nacional (pero también extranjera). Todo eso en un escenario social en el que el ciudadano es ante todo un consumidor, y en que la mayoría de las relaciones sociales se construyen alrededor del consumo, de la competencia, la lucha para acceder a los bienes y servicios individualmente, etc. en fin, una “cultura neoliberal” y no solamente una economía neoliberal.

La crisis actual no es entonces por el aumento de los 30 pesos del pasaje de metro, es una crisis derivada del malestar de la mayoría de la población chilena frente a un modelo de desarrollo deletéreo socialmente, económicamente, culturalmente y ecológicamente. Un malestar que se gestó durante décadas, en silencio, adormecido por la pelea cotidiana por acceder a necesidades básicas para algunos o a más para otros, pero (casi) todos sufriendo las consecuencias de un sistema que enferma pero que todos contribuimos a mantener (como en los tiempos modernos de Chaplin). Un sistema que responde al discurso del desarrollo con pretensión universal, que apaga cualquier alternativa, que se expresa en Chile con la idea de la supuesta excepcionalidad de su modelo, un ejemplo para todos viendo sus grandes logros en la carrera internacional por acceder al desarrollo, ser parte de la élite económica, y ser el mejor alumno del neoliberalismo del siglo XXI. Sin embargo, lo que la población reivindica hoy es justamente terminar con las violencias de este modelo, transformar fundamentalmente un sistema que crea siempre más desigualdades en nombre del progreso. La violencia de vivir la carrera desenfrenada del desarrollo que subalterniza cualquier otro modo de vida.

No es de extrañar entonces que la respuesta del gobierno este desfasada con las demandas, pues responden desde la misma racionalidad que está criticada por el movimiento del pueblo. Además, hace uso del ejercicio de la “violencia legítima” del Estado: desplegar las fuerzas armadas e instalando una fuerte represión (que recuerda el oscuro pasado de Chile), declaración del estado de urgencia y toque de queda en la mayoría de las ciudades del país, menosprecio de los derechos humanos, etc. Siguieron declaraciones y proposiciones débiles y populistas que no responden a ninguna de las demandas estructurales y profundas de la población porque aplica las recetas de siempre. Pero no es posible responder a las demandas desde la misma racionalidad neoliberal que se está criticando, y, sin embargo, hasta el momento, todas las medidas quedan atrapadas en este mismo modelo, buscando ajustar los mecanismos del reloj tecnocrático, no hay propuestas de fondo, son reformas a mínima para responder a las preocupaciones materiales, pero no hay ninguna propuesta de transformación. Además, no se asume ninguna responsabilidad política del gobierno por la situación que hay hoy día, por la represión, los muertos y los heridos, ni por todo el evidente daño psicológico que ha generado la poca capacidad de enfrentar la crisis en los últimos días. Parece que creen que pueden desactivar el conflicto con las mismas reglas del juego de siempre, sin incluir otros actores que no sean la elite política histórica, cuando lo que se pide es poder lanzar los dados, cambiar de mano, y cambiar las reglas.

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