Columna de opinión: Guerra y paz - Universidad Católica del Maule
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Columna de opinión: Guerra y paz

Columna de opinión: Guerra y paz
14 Nov 2019

Dr. Hernán Guerrero Troncoso, académico del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la UCM.

Si bien firmo esta columna como académico, me permito una pequeña introducción a título personal. Escribo estas líneas consternado por la destrucción de este día, que ha ensombrecido todo lo que hasta ahora había sido la norma del movimiento social que estalló el 18 de octubre, las marchas pacíficas, los cabildos y otros encuentros ciudadanos, el ambiente de esperanza que se estaba creando. Con tristeza debo reconocer que ya no puedo seguir considerado como brotes aislados de violencia por parte de algunos manifestantes -contrariamente al actuar consistente de las “fuerzas del orden”, que ha costado las vidas y los ojos de tantos compatriotas- la destrucción que se tomó las calles. Viendo lo que pasa, ya no tengo argumentos para poner en perspectiva la destrucción, los saqueos y en general la sensación de inestabilidad que se arrastra por casi un mes, cuando intento de alguna manera calmar a mi esposa -extranjera-, que nunca vivió una circunstancia similar en su país. Tampoco creo, sin embargo, que estemos ante el surgimiento de una fuerza organizada que pretenda desestabilizar el país, un enemigo -interno o externo- contra el cual haya que luchar para recuperar el control del país. En efecto, ningún análisis de los hechos –de los cuales hay tantos y tan variados, en la prensa, en las redes sociales, en las conversaciones–, por mucho que esté de acuerdo con él, logra sacarme de esta desazón que poco a poco empieza a vencer las esperanzas de un Chile mejor que había visto cruzar nuestro país.

A este punto, el académico retoma su lugar, me aleja de lo que ocurre ahora y busca una salida en el pasado, en palabras que me resuenan con fuerza en estos días, palabras que hablan desde hace más de dos mil quinientos años. Heráclito, uno de los primeros pensadores de Occidente, al intentar mostrar en qué consiste la realidad, describe su despliegue no solo como flujo, sino que sobre todo como lucha, guerra, pólemos, el cual es “el padre de todo, el rey de todo” (fr. 53 DK). Esta lucha sería común a todo cuanto tiene lugar en la naturaleza (fr. 80 DK) y, por ende, inherente al agua, a las plantas, a los animales, a los cuerpos celestes, a los hombres y a los dioses. Así, el cauce del río es ejemplo de la lucha del agua por abrirse paso en la tierra, y de la lucha de esta última por mantener su posición. Las plantas, desde el momento en que germinan, luchan por mantenerse con vida. Aquí, eso implica a su vez la destrucción de sí mismo. La semilla, que tiende a convertirse en árbol, debe aniquilarse para que surja el árbol; este último, una vez adulto, estará cubierto de hojas, de flores o de frutos, o bien estará desnudo, con las solas ramas, y esto ocurre para que pueda seguir con vida, a pesar de los cambios en las estaciones del año. En otras palabras, la vida de las cosas consiste en su lucha por ser ellos mismos, por alcanzarse a sí mismos, y es así, como afirma el mismo fragmento, que el pólemos “señaló a unos como dioses y a otros como hombres, puso a unos como libres y a otros como esclavos”. Hay seres que, para ser eso que son, dependen en mayor o menor medida de otros, de tal manera que no son capaces de determinar el modo en que viven ni su propio destino; hoy otros que en cierta medida logran hacerlo, y hay otros, en cambio, que sí se dan la vida y el destino que les corresponde. En todos estos casos, tal determinación es resultado de su lucha.

Es aquí que la imagen de Chile como un oasis, una imagen completamente sepultada bajo la fuerza de lo que ha ocurrido estas semanas, muestra un aspecto aun más indignante, debido a lo que ha expresado claramente la gran mayoría de los ciudadanos, a saber, que la lucha diaria por llevar una vida se ha hecho cada vez más dura, al punto de ser insoportable, debido a que los costos por sobrevivir –impuestos por una minoría que se lleva casi un tercio de las ganancias del país– se han vuelto imposibles de sobrellevar sin incurrir todavía en más gastos. Así, la aparente tranquilidad y estabilidad no reposaba sobre una base sólida, como lo sería una estructura económica que permitiera a cada uno satisfacer sus necesidades básicas y, en la medida de sus posibilidades, disfrutar de lo que quedara, para así sentir alguna gratificación por el esfuerzo realizado. Por el contrario, era más bien el agobio ante una violencia que impedía –e impide aun, porque casi nada ha cambiado desde el 18 de octubre– alcanzar ese mínimo para vivir con dignidad, y el temor a perder incluso lo poco y nada que uno tiene, lo que aparecía como tranquilidad. Si toda vida, la de un ser vivo o de la sociedad, es lucha, el modelo chileno, así como está, es un obstáculo para ella. Es violento, según la definición de Aristóteles, en la medida en que impide que los ciudadanos alcancen aquello por lo cual luchan, aquello que da sentido a sus propias vidas. No me refiero a que puedan disfrutar de los frutos de su trabajo, sino al simple hecho de realizar su trabajo. ¿Cómo se le puede pedir a alguien que cumpla adecuadamente sus labores, si además de las horas que pasa en el trabajo debe contar con una o más horas para movilizarse, con suerte sentado, en un transporte público cada vez más caro, que casi no tiene tiempo para su familia, que debe endeudarse todos los meses para llegar a fin de mes, que al final no le queda otra sino pagar por educación y salud privadas, que mira con angustia el momento de jubilarse o que, ya jubilado, no tiene ninguna esperanza de vivir tranquilo sus últimos años? ¿Qué satisfacción puede encontrar, si a cada paso se le recuerda qué es lo que no podrá alcanzar, porque no tiene cómo pagarlo, si no se le valora por lo que es y por lo que hace, sino que se le menosprecia por aquello de lo que carece?

Así llegó el 18 de octubre, y la primera reacción de parte del Gobierno consistió en reprimir el agobio, la frustración, la furia contenida por décadas, como si se tratara de una pataleta, con el fin de restablecer el orden, es decir, de reconstruir la ilusión del oasis. Pero, dado que la vida es fundamentalmente lucha, es imposible plantear seriamente un orden en el cual no haya disenso, descontento, problemas. El orden se mantiene por sí solo cuando la lucha puede canalizarse libremente, cuando están dadas las condiciones para un acuerdo, cuando hay un marco de equidad, en el que no se impide o se fomenta arbitrariamente el despliegue de uno de los miembros a favor o en desmedro de otro. Como en todo ecosistema, cuando una población crece o disminuye demasiado, se produce un desequilibrio que puede ir a parar en su destrucción. Precisamente para evitar el desequilibrio, la lucha, y sobre todo el conflicto, son necesarios, porque en este último, como sostiene Heráclito (fr. 80 DK), consiste la justicia.

Y así llegó el 12 de noviembre y la reacción del Gobierno fue la misma, a pesar de las señales de apertura al diálogo mostradas días antes. A la fuerza destructiva que se desató hoy día se le amenaza con una fuerza mayor, la de la ley, la de los uniformados, mientras al mismo tiempo se apela a un acuerdo de paz. Así, en vez de buscar un punto de equilibrio para que luego la paz se imponga por sí sola, se pretende forzar el oasis, se espera volver a impedir la lucha que mantiene viva a la sociedad, en lugar de buscar las condiciones para que esa lucha encuentre su propio cauce. Y en medio de este conflicto que se perpetúa en lugar de decantar en justicia y así mantiene al país in-mobilizado, nuevamente, en medio del caos, resuenan las palabras de Heráclito (fr. 67 DK): “El dios: día – noche, invierno – verano, lucha – paz, saciedad – hambre”.

Si bien son opuestos, en el día y en la noche, en la lucha y en la paz se hace presente la divinidad. De manera semejante, el disenso y el conflicto tienen tanta razón de ser en nuestra sociedad como el consenso y el acuerdo, y todos ellos son manifestación de la vida de una sociedad. El tiempo de las marchas es tan válido como el de la tranquilidad y, en la medida en que en ambos decanten en equilibrio, en los dos se hace presente la democracia y se reafirma la vida de la sociedad. Por eso, en estos momentos, es necesario tener en cuenta que la violencia desatada contra calles y edificios no acabará sino hasta que se termine la violencia de los dueños de Chile, de los habitantes del oasis, para quienes los que protestan representan una amenaza alienígena, para quienes permitir que los demás tengan una vida mínimamente digna significa “compartir privilegios”. Si nuestra vida se puede considerar como tal en la medida en que es lucha, basta con que se acabe la violencia que nos impide luchar. Así, no se trata simplemente de satisfacer una lista de exigencias, jamás se ha esperado que se le regale nada a nadie, sino más bien que se le reconozca un mínimo de dignidad a cada uno, por el solo hecho de que todos pertenecemos al mismo país, el cual crece y se enriquece con la suma de todas nuestras luchas, y en donde hay tiempo para el trabajo y el descanso, para la preocupación y la distracción, para la guerra y la paz.

 

“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.

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